28 de Marzo de 2024
Por:

Henry

17 Abr 2017 / *Quedamos nosotros, supongo. Y todos los días que fuimos una familia-manada, el recuerdo de su pelaje, de su mirada anciana, su alegría al dar un paseo y nuestra felicidad en la suya

Los números son exactos, ¿verdad? Cuantifican sin margen de duda lo importante: nuestros sueldos, nuestras deudas, nuestros aniversarios. Llevamos el orden a través del uno, dos, tres. Como cuando escribí que tenía cuatro hijos, pero nunca había parido. Y no era una historia sobre cuatro cesáreas, sino de 16 patas y ni una sola araña.

Era la historia de los gatos y de Henry, el perro. Era, en parte, la historia de Henry, sus nueve años y sus 1450 días con nosotros. Era la historia que desembocaría en el día que abriríamos el calendario y descubriríamos que murió una semana antes de su cumpleaños.

Habría que empezar por el principio, pero éste siempre fue un misterio para nosotros. A Henry lo sacaron de una camioneta y lo dejaron abandonado por el Teatro del Estado, según nos dijeron. Vimos la publicación en Facebook y decidimos adoptarlo, así, sin más. Se supone que no se trata de decisiones que deban ser tomadas a la ligera, pero ahí estábamos al viernes siguiente, caminando con un Cocker spaniel que andaba junto a nosotros con total naturalidad, sin atisbo de duda ni desconfianza. Henry no temía. Henry nunca temió.

Quizás el principio se remonta a hace unos cuantos siglos. Me gustaba la versión de que el Cocker spaniel debía su nombre a los soldados cartaginenses que habían desembarcado en tierras españolas para descubrir con asombro que estaban repletas de “span”, conejos. Los perros que se dedicaban a cazarlos simplemente habían tomado su nombre, spaniels, de sus presas.

Henry corría y yo pensaba en la leyenda con regocijo. Henry corría y yo, tras él y sin resuello, pensaba en la leyenda con malestar al tiempo que le gritaba “¡son gatos, no conejos!”. Uno siempre cree que puede razonar con su perro quizás porque el perro sí sabe razonar con uno.

Fueron primeros sus riñones, su hígado. La sangre se le espesó y lo postró en el suelo. ¿Qué sucedía con Henry que no se movía, que no nos miraba, que no nos sacudía su retacito de cola, único vestigio de su primera familia? Yo no sabía y el veterinario solo alcanzó a conjurar suposiciones.

Lo dejamos hospitalizados. Tuvimos hasta hora de visita con él. Y se movía, respondía, se había incluso acomodado. Aunque todavía débil, tenía fuerzas para echar la cabecita sobre la pata. Parecía mejorar. Nosotros, más tarde, preparamos las cosas para su regreso: sus platos, su casa, su collar azul y su correa verde. Todo tan limpio que parecía augurar su volver con nosotros con su sonrisa de perro.

¿Tan pronto?, me dije a la mañana siguiente. ¿Pero qué es pronto para un perro de 9 años a quien el corazón le ha dejado de latir? Al gato le pregunto –tiene la misma edad que Henry– qué ocurre en su cabeza: “¿Imágenes, Hobbes? ¿Eso es lo que ven? ¿Alusiones a nosotros, sospechas, figuras, colores?”. Las imágenes de Henry se han extinguido.

Bajo tierra, Henry se acomodó por última vez como si solo estuviera dormido. Y a nosotros solo nos quedaron sus cosas, el collar azul que nunca más se pondría, la correa verde, los platos, la casa, la ropa… Y la extrañeza de los caminos corrientes a los que ahora les faltan los ladridos de los otros perros y su andar despreocupado de viejo rey.

“Voy a la tienda”, pero ya no agrego “y me llevo a Henry”. Pasa lo esperado: El espacio ha cambiado ahora que ya no lo ocupa con nosotros. Y pensar que en una semana habría cumplido cuatro años con nosotros...

Quedamos nosotros, supongo. Y todos los días que fuimos una familia-manada, el recuerdo de su pelaje, de su mirada anciana, su alegría al dar un paseo y nuestra felicidad en la suya.


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