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24 Ene 2016 / *La entrevista de Sean Penn al Chapo Guzmán sólo se entiende por la frivolidad que contamina la vida política, que conduce al reemplazo de las ideas por el espectáculo
Una de las profesiones más peligrosas en el mundo de hoy es el periodismo. Cada año aparecen, en los balances que hacen agencias especializadas, decenas de reporteros, entrevistadores, fotógrafos y columnistas secuestrados, torturados o asesinados por fanáticos religiosos y políticos, dictadores, bandas de criminales y traficantes, o dueños de imperios económicos que ven como una amenaza para sus intereses la existencia de una prensa independiente y libre.
Este contexto explica, sin duda, la indignación que ha causado la entrevista que llevó a cabo el actor Sean Penn al asesino y narco mexicano, el Chapo Guzmán —cuya vertiginosa fortuna lo ha hecho figurar entre los hombres más ricos del mundo según la revista Forbes—, poco antes de ser capturado por la infantería de marina de México. La entrevista, que apareció en la revista Rolling Stone, es malísima, una exhibición de egolatría desenfrenada y payasa y, para colmo, desbordante de simpatía y comprensión hacia el multimillonario y despiadado criminal al que se le atribuyen cerca de tres mil muertes además de incontables desafueros, entre ellos gran número de violaciones.
Sean Penn es muy buen actor y tiene fama de “progresista”, término que, tratándose de gente de Hollywood, suele significar una debilidad irresistible por los dictadores y tiranuelos tercermundistas. Lo ha mostrado, en un magnífico artículo, Maite Rico (Fascinación eterna por el déspota, EL PAIS, 17/1/2016), quien recuerda los ditirambos del actor (y de Michael Moore y Oliver Stone) a Fidel Castro y a Hugo Chávez: “Una de las fuerzas más importantes que hemos tenido en este planeta”, “líder fascinante”, “le tengo amor y gratitud”, etcétera. ¿Cómo explicará el actor, entonces, que en los últimos comicios el setenta por ciento de los electores venezolanos haya repudiado de manera tan categórica al régimen chavista? Probablemente, ni se ha enterado de ello.
El caso de Sean Penn sólo se entiende por la extraordinaria frivolidad que contamina la vida política de nuestro tiempo, en el que las imágenes han reemplazado a las ideas y la publicidad determina los valores y desvalores que mueven a grandes sectores ciudadanos. Elogiar a Fidel Castro, “el hombre más sabio del mundo” según Oliver Stone, es una patética exhibición de cinismo e ignorancia, equivalente a sentir admiración por Stalin, Hitler, Mao, Kim il Sung o Robert Mugabe, y defender como modélica a una dictadura de más de medio siglo que ha convertido a Cuba en una prisión de la que los cubanos tratan de escapar como sea, incluso desafiando a los tiburones. Y no lo es menos considerar una estrella política planetaria al comandante Chávez, cuyo régimen transformó a Venezuela en un país pobre, violento y reprimido, cuyos niveles de vida caen cada día más por culpa de una inflación galopante —la más alta del mundo— y donde la corrupción y el narcotráfico se han enquistado en el corazón mismo del Gobierno.
Qué cómodo es para estos personajes, desde Hollywood, es decir, desde la seguridad jurídica —nadie irá allá a despojarlos de sus casas, negocios, inversiones, ni a tomarles cuenta por lo que dicen y escriben—, el confort y la libertad de que gozan, jugar a ser “progresistas”, aceptando invitaciones de sátrapas ineptos, que los tratan como reyes y los adulan, halagan y regalan, y a defender regímenes opresores y brutales, que hacen vivir en el miedo, la escasez y la mentira a millones de ciudadanos a los que han quitado la palabra y los más elementales derechos. Ahora, además de dictadores, los “progresistas” de Hollywood defienden también a delincuentes comunes y asesinos en serie, como el Chapo Guzmán, pobre hombre que, según Sean Penn, llegó al delito porque era la única manera de sobrevivir en un mundo atrofiado por la injusticia y los oligarcas.
El periodismo, por desgracia, es también una de las víctimas de la civilización del espectáculo de nuestros días, donde aparecer es ser y la política, la vida misma, se ha vuelto mera representación. Utilizar esta profesión para promoverse y difundir ideas frívolas, banalidades ridículas y mentiras políticas flagrantes es también una manera de agraviar un oficio y a unos profesionales que hacen verdaderos milagros para cumplir con su función de informar la verdad por salarios generalmente modestos y corriendo grandes peligros. Gentes como Sean Penn, Oliver Stone y congéneres ni siquiera advierten que su actitud revela un desdeñoso prejuicio hacia Venezuela, Cuba, México y, en general, el tercer mundo, con esa duplicidad de que hacen gala cuando elogian y promueven para esos países sistemas y dictadores que no tolerarían jamás en su propio país, muy parecidos en eso a un Günter Grass, que, en los años ochenta, pedía que los latinoamericanos siguiéramos el “ejemplo de Cuba”, en tanto que, en Alemania, él defendía la socialdemocracia y combatía el modelo comunista.
Desde luego que mi crítica a aventados irresponsables como Sean Penn no significa que crea que los actores deben prescindir de hacer política. Todo lo contrario, estoy firmemente convencido que la participación en el debate público, en la vida cívica, es una obligación moral de la que nadie debe sentirse exonerado, sobre todo si no está contento con la sociedad y el mundo en el que vive. Y creo que esta obligación es tanto mayor cuando un ciudadano —como es el caso de los cineastas en cuestión— es más conocido y tiene por lo tanto mayores posibilidades de llegar a un amplio público. Pero, por ello mismo, es indispensable que esta participación esté fundada en un conocimiento serio de los asuntos sobre los que opina.
A este respecto quisiera citar la respuesta que otro norteamericano, éste sí bien informado y honesto, el escritor Don Winslow, dio al artículo de Sean Penn. Su texto puede ser consultado en la página web Deadline.com. Winslow, que desde hace veinte años investiga los cárteles de la droga mexicanos y ha publicado un libro premiado sobre este tema, The Cartel, recuerda a todos los periodistas que han sido mutilados y asesinados por haber investigado sobre el Chapo Guzmán. Y se sorprende de que Sean Penn no preguntara al capo por qué, luego de su primera escapada de la cárcel, en 2001, desató esa “guerra de conquista” para desplazar a otros cárteles que causó más de cien mil asesinatos. Otras preguntas que Sean Penn no hizo: cuántos millones de dólares ha gastado el Chapo comprando jueces, políticos y policías, la razón por la que decidió firmar un acuerdo de colaboración con la organización sádica y homicida de los Zetas, y por qué aceptaba que sus sirvientes le llevaran niñas púberes a su celda en los períodos que pasó en prisión. También lamenta Winslow, entre otras cosas, que Sean Penn no formulara una sola pregunta al Chapo Guzmán, en las siete horas de diálogo con él, sobre las 35 personas (12 mujeres entre ellas) que hizo asesinar, acusándolas de trabajar para los Zetas, antes de hacer las paces con esta terrorífica banda.
Las razones por las que Sean Penn no preguntara nada incómodo al Chapo Guzmán nosotros las sabemos de sobra: él fue a entrevistarlo con las respuestas del asesino ya fabricadas por su propia frivolidad o cinismo: presentarlo como la víctima de un sistema (un héroe, en cierta forma) económico y político que sus admirados Fidel Castro y Chávez han comenzado a liquidar. Y apuntalar con ello su bien ganada fama de “progresista”, además de actor famoso y millonario.
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