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*Dicen que los jóvenes tienen hoy menos relaciones que nunca, pero de ese terreno árido surgen nuevas formas de intimidad que intentan alejarse de la fórmula habitual
| | 05 Jun 2023
El uso de la palabra “vainilla” la delata. A Silvia le interesa el sexo esporádico con hombres y mujeres (“digamos que por este orden”) introducidos en el BDSM (siglas de Bondage, Dominación-Disciplina, Sumisión-Sadismo y Masoquismo, conjunto de prácticas eróticas que ceden el poder entre adultos). “Nada extremo”, nos aclara, solo prácticas relacionadas con “el uso de juguetes eróticos y prendas fetichistas de látex, los juegos de rol, cierta dosis de dolor controlada y consensuada…”. Su principal problema es que plantear estas preferencias en una primera cita puede resultar problemático: “Algunos tíos no entienden el juego. Pueden interpretar que los estás invitando a maltratarte, humillarte o hacerte daño, cuando si en algo se basa el BDSM es en la complicidad y el respeto”.
Para evitar equívocos de este tipo, Silvia ha hecho uso de “aplicaciones de contacto muy específicas”, en las que puedes explicitar tus preferencias y “negociarlas” antes del primer encuentro. Gracias a este recurso tecnológico, siente que está accediendo a “una especie de comunidad” de personas que entienden el sexo como ella. Es decir, “como una actividad lúdica, con un punto teatral, que estimula la imaginación tanto (o más) que los genitales”. ¿50 sombras de Grey? A Silvia la mención, a estas alturas, del clásico del “porno para mamás” publicado en 2011 le resulta risible, aunque reconoce que ella lo tuvo en su día entre sus lecturas de cabecera: “Hoy la veo como el símbolo de todo aquello que detesto. La banalización del BDSM, el culto patriarcal a los hombres poderosos y carismáticos, el sexo como ascensor social, la sumisión sin fantasía…”.
Silvia no está sola. Ni en su rechazo a la novela de E.L. James, convertida en epítome del éxito coyuntural sin sustancia, ni en la intuición de que un sexo “distinto” es posible. Andrea M., estudiante de doctorado de 26 años, asegura que la suya era una vida sexual “más bien deplorable” hasta que se acostumbró a pedir “exactamente lo que quería” y descartar sin más a los que no estuviesen dispuestos a proporcionárselo, algo que recomienda encarecidamente, porque ahorra “pérdidas de tiempo y movidas chungas”.
En su caso, lo que suele querer es “sexo duro”. Es decir, “con energía, con pasión, con diálogo, pero sin muchas manías”. Andrea entiende el sexo como “un deporte de equipo”, pero poniendo mucho énfasis en la parte deportiva: “Yo me cuido, estoy en buena forma, y eso me parece fundamental para ser buen amante, porque lo que ofreces es tu cuerpo y lo que eres capaz de hacer con él”. Está “harta” de compañeros de cama rutinarios, perezosos, sin fuelle o sin imaginación: “Quiero que me den caña, y no estoy dispuesta a que me juzguen por ello. Así que voy a buscar lo que necesito donde sé que puedo encontrarlo, ya sea en el gimnasio, en un club de boxeo al que acabo de apuntarme o también, de vez en cuando, en aplicaciones y redes sociales”.
Tinder sigue siendo uno de sus cotos de caza preferentes, pese a la descorazonadora abundancia de “liantes y mentirosos patológicos”, pero ahora lo alterna con otras plataformas, como Lips, Plenty of Fish o Badoo, donde, con suerte, “te ahorras preliminares, porque la mayoría de la gente va a lo que va”.
Podría decirse que tanto el BDSM en la versión de Silvia como el high energy sex tal y como lo entiende Andrea están hoy más de moda que nunca. En opinión de Brit Dawson, redactora de la revista The Face, que ha dedicado un largo reportaje al tema, “el sexo duro está saliendo del armario”. La gente cada vez muestra menos reticencias a la hora de pedirlo o reconocer que le gusta. Se detecta en las búsquedas en plataformas pornográficas como PornHub, en las preferencias que se manifiestan en las aplicaciones de amistad (y lo que surja) o en el incremento sostenido de la venta de juguetes sexuales y prendas fetichistas que se viene registrando desde 2011 y (muy especialmente) a partir de 2018. También en estudios tan llamativos como uno de abril de 2021 en el que se afirmaba que el 80% de los estudiantes universitarios de Estados Unidos que tienen relaciones sexuales frecuentes integran en ellas prácticas como la asfixia erótica, tirones de pelo o azotes. Las mujeres, por cierto, son incluso más proclives que los hombres a hacerlo.
Lo más sorprendente es que esta edad de oro de la sexualidad “intensa” o fetichista coincide en el tiempo con lo que algunos expertos describen como “la gran recesión sexual”. Kate Julian, redactora de The Atlantic, lo resume de manera descarnada: “El porcentaje de menores de 30 años que tienen una vida sexual activa no deja de descender en Estados Unidos desde 1991″. Los alumnos de instituto (entre 14 y 18 años) que ya habían tenido relaciones sexuales completas suponían por entonces el 54% del total, y hoy son apenas el 40%.
Julian se pregunta por qué esta pérdida de precocidad y de actividad sexual asidua se está produciendo precisamente ahora, en un periodo en que las sociedades occidentales “disponen de medidas anticonceptivas gratuitas y más eficaces que nunca, toleran con naturalidad creciente el sexo informal y recreativo, han reducido la incidencia de las enfermedades de transmisión sexual (empezando por la más dramática, el VIH/SIDA), consumen volúmenes crecientes de pornografía, disponen de plataformas online y redes en las que el contenido sexual es hegemónico…”. En otras palabras, que el sexo ha colonizado múltiples espacios y derribado la mayoría de las barreras tradicionales que obstaculizaban su práctica. Y, pese a todo, cada vez se practica menos.
Jean M. Twenge, psicóloga de la Universidad de San Diego, atribuye esta paradoja a múltiples razones, pero a una muy en particular: “Las relaciones entre seres humanos se están virtualizando a marchas forzadas”. Ya en 2016, argumenta Twenge, “se constató que la de los nacidos entre 1980 y 1990 se estaba convirtiendo en una de las generaciones más célibes de la historia, con cifras de abstinencia sexual pasados los 18 años mucho más altas que las que presentaban los llamados baby boomers a su edad”.
La tendencia ha seguido aumentando desde entonces, a medida que los nativos digitales empezaban a acceder a la vida adulta. Un estudio publicado en 2020 por la Universidad de Albany, en Nueva York, afirma que “las sucesivas promociones de jóvenes adultos llevan décadas practicando menos sexo que las generaciones que les precedieron”, por motivos que no se han identificado con exactitud, pero que cabría atribuir a “una menor tendencia a establecer relaciones sentimentales desde edades tempranas, la caída en el consumo de alcohol entre los jóvenes y la sustitución gradual del ocio presencial por alternativas online”. Es decir, un siniestro cóctel de virtualidad, sobriedad e inhibición emocional estaría conspirando contra el sexo.
El psicólogo social Justin Lehmiller, autor del ensayo sobre costumbres sexuales Tell Me What You Want (Dime lo que quieres), tiene una teoría al respecto. La sobreabundancia continua de oferta sexual a través de múltiples canales (pornografía, aplicaciones, redes) habría acostumbrado a los más jóvenes a considerar el sexo como algo hasta cierto punto trivial, ni siquiera particularmente deseable a menos que se practique con los incentivos adecuados. Y esos incentivos “pasan por hacer realidad las fantasías eróticas”.
Mientras trabajaba en su libro, Lehmiller entrevistó a más de 4.000 mujeres y hombres estadounidenses y constató que “algo más de la mitad, sin grandes distinciones de género o tendencia sexual, mostraban una clara preferencia por el sexo duro”. Lehmiller se apresura a añadir que se hablaba en todo momento de prácticas consensuadas para “intensificar” la experiencia erótica, en un amplio espectro que no incurre necesariamente en fetichismos y parafilias y que iría “de mordiscos, pellizcos y lenguaje estimulante al BDSM moderado”.
El autor afirma incluso que el interés de muchas mujeres por este tipo de prácticas podría tener que ver con la búsqueda de recursos creativos para “reducir la brecha de género en los orgasmos”. Según Lehmiller, esa brecha se produce, en las relaciones heterosexuales “basadas en el coito convencional”, porque los hombres tardan “una media de entre cinco y seis minutos en alcanzar el orgasmo, mientras que las mujeres necesitan alrededor de 13″. Si se incrementan tanto la intensidad física como los estímulos psicológicos, “la brecha tiende a cerrarse”.
Pol, informático de 29 años, y Natalia, diseñadora gráfica y estudiante de 27, han puesto en práctica en sus relaciones la teoría de Lehmiller con resultados no del todo concluyentes. “Es cierto que montarnos una película que lo haga todo un poco más intenso y excitante nos ayuda a sincronizarnos bastante mejor”, opina Natalia, pero también piensa que la brecha de orgasmos hay que corregirla, más que con sobreesfuerzos creativos y físicos, “con un poco de solidaridad, menos coito y más preliminares”. Pol opina que, en efecto, el sexo pierde gran parte de su interés cuando se utiliza solo para aliviar una necesidad fisiológica pasajera: “Para eso existe la masturbación, que tampoco tiene nada de malo. Las relaciones sexuales con una persona que te importa tienen que ser otra cosa, más como un juego compartido y un nivel adicional de conexión íntima”. A él, el sexo “un poco más duro de lo habitual” que suele practicar con Natalia le resulta “muy estimulante”, porque lo entiende “como el esfuerzo de llevar las cosas a otro nivel, de no convertirlo en una rutina a la que te adaptas porque es lo que toca”.
Eso sí, tanto Natalia como Pol rechazan ese otro tipo de sexo duro que propone el porno, basado, en palabras de ella, “en llevar las fantasías masculinas de dominación y satisfacción egoísta a un nivel cercano a la misoginia y al maltrato”. Pol consumía porno, pero hoy lo considera “una de tantas adicciones absurdas y malsanas en que incurre uno a lo largo de la vida, como la comida basura o el tabaco”. Ambos fuman “de vez en cuando”, pero aseguran que ya no necesitan estímulos audiovisuales para alimentar su relación: “Las imágenes que proyectan nuestros cerebros nos resultan bastante más morbosas”, concluye Natalia.
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