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Foto: Agencias .
*Desde su aprobación en 1993, el acuerdo comercial ha desempeñado un papel preponderante en las elecciones presidenciales, que a menudo giran en torno a los tres estados del cinturón industrial que contribuyó a socavar
The New York Times . | Milwaukee, Estados Unidos | 05 Sep 2024
En mayo del año pasado, Marcus Carli, director de la fábrica Master Lock de Milwaukee, Wisconsin, convocó por sorpresa una reunión con la junta directiva del sindicato local 469 de United Auto Workers (UAW, por su sigla en inglés). Varios directivos del sindicato, que representa a los trabajadores de la planta, se reunieron con Carli y un ejecutivo de la empresa matriz de Master Lock en una pequeña sala de conferencias. Carli llevó a un guardia de seguridad. “Está aquí para protegerme”, les dijo Carli a los representantes sindicales. Cuando el guardia se sentó, Yolanda Nathan, la nueva presidenta del sindicato, se fijó en su pistola. “En ese momento pensé: ‘Ah, vamos a perder nuestro trabajo’”, dice. De inmediato, Carli confirmó sus peores temores. “La planta va a cerrar”, anunció. “Me dejó sin aliento”, dijo Nathan. “Nos quitó el aliento a todos”.
Media hora más tarde, los trabajadores del primer turno de la planta fueron convocados a una reunión en la antigua cafetería. Una hilera de mesas separaba a los funcionarios de los trabajadores. “La planta va a cerrar”, repitió Carli. Se negó a aceptar preguntas. “Solo nos lanzaron la bomba”, dijo Jeremiah Hayes, quien trabajaba en la planta de tratamiento de aguas residuales de la empresa. Sobre todo, le molestó la barrera improvisada: “Era insultante. Nos sentíamos como animales”.
Mike Bink, que empezó a trabajar en Master Lock en 1979, estaba desolado pero no sorprendido. Meses antes, un compañero cuyo trabajo consistía en fabricar placas de acero que se introducían en una máquina para fabricar un cuerpo de cerradura le dijo a Bink que ahora las placas se enviaban a la planta de Master Lock en Nogales, México. Esa fábrica se construyó en la década de 1990, no mucho después de que el presidente Bill Clinton promulgara el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y la empresa eliminó más de mil de los casi mil 300 puestos sindicales de Milwaukee. “La gente salió corriendo por la puerta”, dice Bink, que entonces era presidente del Local 469. “Pensaban que la planta estaba acabada”. Bink aguantó, pero el TLCAN cambió de manera radical el equilibrio de poder entre Master Lock y sus trabajadores. “Un supervisor de la planta decía cosas como: ‘Pónganse a trabajar o la empresa cerrará todos los puestos’”, recuerda Bink. “Tras la reducción de plantilla, el sindicato perdió su influencia”.
Milwaukee fue conocida en su día como el “taller mecánico del mundo”. En la década de 1950, casi el 60 por ciento de la población adulta de la ciudad trabajaba en la industria manufacturera, la inmensa mayoría tenía empleos sindicales bien remunerados. En 1969, Milwaukee tenía la segunda renta promedio más alta del país. En 2021, Milwaukee había perdido más del 80 por ciento de sus puestos de trabajo en el sector de la manufactura (apenas el 5 por ciento de los que quedaban estaban sindicados), y tenía la segunda tasa de pobreza más alta de todas las grandes ciudades estadounidenses, apenas un ejemplo del profundo impacto del TLCAN en la industria y la mano de obra estadounidenses.
La desindustrialización ha mermado la riqueza, el poder y la salud de la clase trabajadora estadounidense, posiblemente más que cualquier otra causa. Aunque la desindustrialización tiene muchas causas —en un periodo recesivo de cuatro años, que finalizó a principios de la década de 1980, desapareció una cuarta parte de los puestos de trabajo en el sector de la manufactura de Milwaukee—, un motor central han sido los acuerdos de libre comercio con países en desarrollo, de los cuales el TLCAN fue el primero. Según un estudio del Instituto de Política Económica (EPI, por su sigla en inglés), los estadounidenses sin título universitario han perdido casi dos mil dólares al año en salarios debido al comercio con países de salarios bajos, incluso después de contabilizar los bienes de consumo más baratos. Los economistas Angus Deaton y Anne Case han documentado cómo la pérdida de puestos de trabajo ha provocado un descenso de la esperanza de vida de la clase trabajadora: los estadounidenses con estudios universitarios viven ocho años más que los que no los tienen. “Yo lo achacaría a la desindustrialización combinada con la falta de voz política”, me dijo Deaton.
La aprobación del TLCAN sigue siendo uno de los acontecimientos más trascendentales de la reciente historia política y económica de Estados Unidos. Entre 1997 y 2020 cerraron más de 90 mil fábricas, en parte como consecuencia del TLCAN y acuerdos similares. Es probable que las próximas elecciones presidenciales, como las dos previas, estén determinadas por tres de los estados del “muro azul” —Wisconsin, Míchigan y Pensilvania—, todos ellos afectados por la desindustrialización. En 2016, Donald Trump ganó esos estados, y la presidencia, en parte arremetiendo contra el TLCAN (“el peor acuerdo comercial de la historia”, lo llamó). Las encuestas a pie de urna mostraron que Trump se impuso en casi dos tercios de los votantes que creen que el libre comercio acaba con los empleos estadounidenses. Ohio, por su parte, que votó dos veces por Barack Obama, se ha convertido cada vez más en un bastión republicano.
Desde entonces, Biden ha cambiado su postura sobre esa política de libre comercio. En 2020, derrotó a Trump al recuperar por un estrecho margen los tres estados azules clave con una campaña centrada en su plan llamado “Reconstruir mejor” (Build Back Better), centrado en el empleo, que proponía inversiones en energía limpia, programas de bienestar social y manufactura. Aunque, al final, el plan fue derrotado en el Senado, algunos de sus elementos se incorporaron a la principal legislación nacional de Biden, incluida la Ley de Reducción de la Inflación. Este mes de mayo, el gobierno Biden-Harris anunció que ampliaría los aranceles del gobierno de Trump sobre determinados productos chinos y aumentaría significativamente los aranceles sobre otros, como los vehículos eléctricos, para proteger a los trabajadores y las industrias estadounidenses. La vicepresidenta Kamala Harris, como candidata demócrata, también se ha mostrado a favor de aranceles específicos para apoyar a los trabajadores estadounidenses.
En julio, Biden dijo al consejo ejecutivo de la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales que había cumplido su promesa de ser el “presidente más favorable a los sindicatos de la historia”. Independientemente de que sea cierto —la afiliación sindical en el sector privado está en mínimos históricos—, ha nombrado a varios responsables políticos que dan prioridad a los temas laborales como es el caso de Katherine Tai, representante comercial de Estados Unidos, un cargo a nivel de gabinete.
“La historia de Master Lock es una que conocemos demasiado bien de las últimas décadas”, me dijo Tai. “Encaja en un patrón de desindustrialización que hemos tratado de averiguar cómo remediar”. Tai aboga por un enfoque del comercio “centrado en el trabajador”, que permita a los representantes de los trabajadores participar más en la formulación de las políticas. Señala el Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá de 2020 —que renegoció el TLCAN en parte para desalentar la externalización de empleos a México— como una mejora. El acuerdo se aprobó bajo el mandato de Trump, y Tai fue la principal negociadora de los demócratas en el Congreso. Logró varias disposiciones favorables a los trabajadores, como la ampliación de las protecciones para los trabajadores mexicanos que deseen formar un sindicato y participar en la negociación colectiva, con multas para las empresas que violen estos derechos. Pero hay pocas pruebas de que estas reformas sean suficientes para detener el flujo de salida de empleos y capital. Stellantis trasladó la producción de Jeep Cherokee de una planta en Illinois a Toluca, México, en 2023, y CNH, fabricante de maquinaria agrícola, está despidiendo a cientos de trabajadores en Wisconsin y trasladando sus operaciones a México.
El TLCAN tiene sus raíces en una larga batalla entre dos visiones de la política comercial: una que hace hincapié en la libre circulación de capitales y mercancías, a menudo a expensas del empleo y los salarios; otra que da prioridad a las preocupaciones laborales y medioambientales por encima del crecimiento y los beneficios. Tras la Segunda Guerra Mundial, los responsables políticos de todo el mundo, incluido Estados Unidos, propusieron crear la Organización Internacional del Comercio para promover y regular el comercio. Sin embargo, sus estatutos nunca fueron ratificados, en gran parte porque Robert Taft, senador por Ohio y presidente republicano de la Comisión de Trabajo y Pensiones, no aprobaba sus normas laborales ni sus disposiciones antimonopolio. En su lugar, en 1947, Estados Unidos firmó otro acuerdo internacional: el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, que eliminaba muchas restricciones comerciales pero no incluía normas laborales de cumplimiento obligatorio. Esta visión del libre comercio se convirtió en la piedra angular de la economía neoliberal. En 1962, Milton Friedman, el economista ganador del Premio Nobel, escribió que el libre comercio con el exterior era un medio para “unir a las naciones del mundo, pacífica y democráticamente”. Era una “falacia”, añadía, creer que socavaría los salarios nacionales.
En la década de 1960, el sistema de maquiladoras, o fábricas, de plantas de propiedad estadounidense que empleaban a trabajadores mexicanos se estaba estableciendo en una franja en gran medida libre de aranceles a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México. “El TLCAN legitimó, institucionalizó y fomentó lo que ya estaba ocurriendo”, afirma Michael Rosen, profesor emérito de economía del Milwaukee Area Technical College. “Puso el sello de aprobación del gobierno”.
El TLCAN, en el que influyeron muchos cientos de grupos de presión empresariales, fue negociado y firmado por George H. W. Bush, el primer ministro de Canadá Brian Mulroney, y el presidente de México, Carlos Salinas, en 1992. Sin embargo, tenía que ser aprobado por el Congreso. El tema dominó la campaña presidencial de 1992, durante la cual Bill Clinton se posicionó entre el presidente Bush y el candidato independiente Ross Perot, cuya oposición al TLCAN fue el eje de su campaña. (En un debate, Perot predijo una “gigantesca succión” de puestos de trabajo estadounidenses que se irían a México si se aprobaba el TLCAN; obtuvo el 19 por ciento de los votos, la cuota más alta de un candidato de un tercer partido desde 1912). Clinton dijo que solo apoyaría el TLCAN si incluía acuerdos separados que protegieran los derechos laborales y el medioambiente. (Los acuerdos que Clinton consiguió fueron ampliamente considerados vacíos; nunca se ha multado a ningún país por violarlos). Los sindicatos y la mayoría de los congresistas demócratas se oponían al TLCAN. Las encuestas mostraron que casi dos tercios de los estadounidenses también lo estaban.
Mickey Kantor, representante comercial de Estados Unidos en tiempos de Clinton, le dijo a MacArthur: “George Bush nunca podría haber aprobado el TLCAN. Ningún presidente republicano podría haberlo hecho porque no habría conseguido suficientes demócratas”. Pero el acuerdo pronto empezó a costarle caro al Partido Demócrata. En las elecciones de mitad de mandato de 1994, perdió 54 escaños y el control de la Cámara de Representantes por primera vez en 40 años. Aunque muchos factores contribuyeron, resulta claro que el TLCAN fue uno de ellos. Un estudio de 2021 publicado en The American Economic Review concluyó que los condados dependientes de las industrias más afectadas por el TLCAN experimentaron descensos en el empleo total de alrededor del 6 por ciento en comparación con los que estaban poco expuestos. En el año 2000, según el mismo estudio, esos condados habían cambiado significativamente de demócratas a republicanos.
La aprobación del TLCAN —junto con otras medidas de la era Clinton como la derogación de la ley Glass-Steagall, una medida de la era de la Depresión que regulaba los bancos, y la concesión permanente del estatus de nación más favorecida a China, que permitió que ese país entrara en la Organización Mundial del Comercio y, en última instancia, le costó a Estados Unidos casi cuatro millones de puestos de trabajo— señaló el alejamiento del Partido Demócrata de sus raíces obreras y del New Deal. Esta desvinculación se vio agravada por el daño que el TLCAN causó a los sindicatos. En 1996, Kate Bronfenbrenner, directora de investigación sobre educación laboral de la Universidad de Cornell, realizó un estudio para la Comisión para la Cooperación Laboral en América del Norte, en el que descubrió que, tras la aprobación del TLCAN, casi el 50 por ciento de las campañas de sindicalización fueron respondidas con amenazas de deslocalización al extranjero, y que se triplicó la tasa de cierre de fábricas tras la certificación de un sindicato.
“El mayor impacto del TLCAN es la amenaza de traslado”, afirma Bronfenbrenner. “El efecto de la amenaza es incluso mayor que los traslados reales. Impide que los trabajadores exijan un salario justo; empuja a los gobiernos locales a renunciar a las leyes de zonificación y a las normativas medioambientales para lograr que las empresas se queden”. Tras el TLCAN, más del 70 por ciento de las industrias que pudieron trasladar sus operaciones amenazaron con cerrar. En ocasiones, las empresas hacían circular volantes en los que aparecían puertas cerradas o mapas con flechas hacia México. “La sanción de la Junta Nacional de Relaciones Laborales fue una publicación que decía: no vuelvan a hacer eso”, dijo. “Por supuesto, eso no los detuvo. Siguió aumentando”.
En julio,la víspera del inicio de la Convención Nacional Republicana en el centro de Milwaukee, me reuní con Mike Bink en el exterior de la desolada planta, cuya fachada estaba adornada con un candado gigante. Maquinista, a Bink le falta un dedo de la mano izquierda, herencia de 44 años como obrero. Ahora tiene 64 años y empezó a trabajar en Master Lock poco después de terminar la secundaria, 20 años después de que lo hiciera su padre, un capataz.
La empresa fue fundada en 1921 por un inmigrante ruso, Harry Soref, que construyó la planta 18 años después y era conocido por su generosidad con los trabajadores. Soref murió en 1957; su familia vendió la planta 13 años después. Cuando Bink se incorporó a Master Lock, las relaciones entre la dirección y el sindicato ya eran tensas. En junio de 1980, los trabajadores iniciaron una huelga que duró 13 semanas. La empresa contrató sustitutos y los piquetes se volvieron tensos, con detenciones periódicas. La huelga, que terminó con aumentos salariales y mejores prestaciones, hizo que Bink se implicara más en el sindicato.
En 1981, viajó en una caravana de autobuses de la UAW a Washington para protestar por el despido por el presidente Ronald Reagan de 11 mil controladores aéreos en huelga, que significó el fin de su sindicato. En retrospectiva, considera que la manifestación fue demasiado tibia. “Deberíamos haber tumbado monumentos”, dijo Bink. “No ocupamos, en palabras de hoy, los edificios de oficinas del Senado y la Cámara de Representantes y los cerramos. No digo que deberíamos haber hecho algo violento. Apenas insistimos en que se ocuparan de esto”.
Las relaciones laborales mejoraron en Master Lock después de la huelga, con el nombramiento de un nuevo director general comprensivo y un director de planta que había ascendido desde las bases. Le dieron al sindicato una oficina en la planta, y el sindicato, a su vez, hizo concesiones para mejorar la productividad y la eficiencia. “Fue como darle a un interruptor”, dice Bink. “Su actitud era más bien: ‘¿En qué se diferenciaría esto si trabajáramos con el sindicato?’”. Master Lock siempre estuvo en el extremo inferior de la escala salarial de los trabajos industriales sindicados. “Pero esos años tuvimos nuestros mejores contratos gracias a la cooperación y al ambiente de trabajo”.
Luego vino la gran reducción. “Nos mintieron”, me dijo Bink. “Primero dijeron que íbamos a mantener a 700 personas. Luego 400 personas. Apenas fueron quedando menos”. Al final, quedaban unos 200 trabajadores. El traslado de la producción a China a veces tuvo resultados desastrosos. En el año 2000, Master Lock se vio obligada a retirar unos 750 mil candados para armas fabricados en China porque las dos mitades de los candados podían separarse fácilmente sin llave.
En los años siguientes, la empresa, alegando el aumento de los costos laborales en China, reanudó la producción de algunas piezas. Poco a poco, el número de trabajadores de la planta volvió a ascender a 325, aunque los salarios, especialmente los de los trabajadores no cualificados, ni siquiera seguían el ritmo de la inflación. En 2012, durante la campaña presidencial, el presidente Barack Obama acudió a Master Lock para celebrar esta “internalización”; en su discurso sobre el Estado de la Unión había destacado que la empresa funcionaba a pleno rendimiento por primera vez en 15 años, aunque la planta había perdido mil trabajadores. La campaña de reelección de Obama se centró en reactivar la industria manufacturera estadounidense, salvar a la industria automovilística de la quiebra y atacar a Mitt Romney por su etapa como director ejecutivo de Bain Capital, una empresa de capital riesgo que había comprado y cerrado plantas en todo el Medio Oeste. “Milwaukee, no vamos a volver a una economía debilitada por la subcontratación y las deudas incobrables y los falsos beneficios financieros”, dijo Obama ante una multitud de mil personas. Bink le enseñó a Obama las máquinas de cilindros, capaces de cortar con una precisión de 10 milésimas de pulgada y construidas por trabajadores de Master Lock. Le pregunté a Bink cuál había sido el resultado de la visita. “Nada”, respondió. “No regresó ningún trabajo adicional”.
Al mismo tiempo, los contratos del sindicato seguían empeorando. “Nuestra ventaja era nuestro trabajo, hasta que pudieran hacerlo en otro sitio”, afirmó Bink. En 2015, la Legislatura del Estado de Wisconsin estaba debatiendo la llamada ley del derecho al trabajo, que prohíbe a los sindicatos exigir a los trabajadores el pago de cuotas, lo que socava las finanzas y el poder de negociación del sindicato. Bink acudió a una audiencia del comité con la esperanza de testificar, pero la audiencia fue interrumpida de manera abrupta por un legislador republicano. Una semana después, el gobernador Scott Walker firmó la ley. Bink recuerda que un capataz dijo: “Espero que este sitio se hunda; podemos hacer este trabajo en México”.
Jeremiah Hayes, un extrabajador de Master Lock que ahora ayuda a desmantelar las instalaciones de aguas residuales, cree que el TLCAN fue el principio del final del trabajador estadounidense. (Lyndon French para The New York Times)
Mientras hablábamos, Bink se acercó cojeando a la valla de la planta cerrada. Le han sustituido una rodilla y pronto le remplazarán la otra. “Los viejos solían pasarse los dos últimos años de trabajo reparándose”, dijo. Señaló un lugar a pocos metros de la puerta de la fábrica. “Había una taberna allí cuando empecé: una tradición de Milwaukee”, dijo sonriendo. “Eran trabajos decentes y buenos. Un buen lugar para trabajar. No podemos —ni debemos— competir con gente que gana dos dólares la hora”.
Bink es voluntario de los demócratas en estas elecciones presidenciales, como lo ha sido en todas las elecciones presidenciales desde 1984. “Si mis rodillas están en condiciones, tocaré las puertas de las casas”, dijo. Espera que el próximo presidente demócrata se centre en ayudar al crecimiento del trabajo. “El presidente Clinton gobernó el mundo”, dijo Bink. “Tenía los tres poderes del Estado. Quería un cambio social. El TLCAN no era el cambio social que necesitábamos. El presidente Obama tenía los tres poderes del Estado. Quería un cambio social. Dependían de nosotros, de los trabajadores, para ser elegidos, y no quisieron presionar para facilitarnos la organización”.
Bink se quedó mirando el estacionamiento vacío. Observó que aproximadamente el 70 por ciento de la población apoya ahora a los sindicatos, la cifra más alta desde la década de 1970. “¿Cuándo se produjo el cambio social? Cuando los sindicatos eran fuertes”, dijo. “Quizá esto sea arrogante, pero si algún presidente quiere de verdad el cambio social, que nos devuelva el poder”.
Desde su primermandato en el Congreso, a finales de la década de 1990, la senadora por Wisconsin Tammy Baldwin ha sido una de las más firmes opositoras a los acuerdos de libre comercio, a menudo enfrentándose a otros demócratas. No estaba en el Congreso cuando se votó el TLCAN, pero su visión del mismo determinó su voto en contra de conceder a China el estatus permanente de nación más favorecida. “Pensaba que el TLCAN representaba una carrera hacia el abismo”, me dijo. En 2016, fue una de los 12 senadores que instaron al presidente Obama a dejar de perseguir la Asociación Transpacífica, un acuerdo de libre comercio propuesto entre 12 países que juntos representaban el 40 por ciento de la economía mundial. (Trump se retiró formalmente del acuerdo en su primer día en el cargo). Tanto durante el gobierno de Trump como durante el de Biden, Baldwin ha presionado con éxito para exigir que ciertos proyectos de infraestructura financiados con fondos federales utilicen productos fabricados en Estados Unidos. “Represento a un estado que fabrica cosas, ya sea queso, cerveza y salchichas o motocicletas y cerraduras”, dice. Al igual que otros políticos demócratas del Cinturón del Óxido que critican abiertamente el libre comercio —el senador Sherrod Brown, de Ohio, y la representante Marcy Kaptur, cuyo distrito incluye Toledo—, Baldwin ha superado al Partido Demócrata en las elecciones.
La primavera pasada, mientras el sindicato local 469 luchaba por salvar la planta de Master Lock, su presidenta, Yolanda Nathan, se puso en contacto con Baldwin y otros funcionarios electos. Baldwin envió una carta al fiscal general Merrick Garland y a la comisaria Lina Khan de la Comisión Federal de Comercio, instándoles a que examinaran los posibles problemas antimonopolio derivados de la reciente adquisición de un competidor por parte de Master Lock. Se reunió con David Youn, entonces presidente de la empresa matriz de Master Lock, Fortune Brands, para pedirle que lo reconsiderara. “Creo que no obtuve respuestas claras sobre por qué sentían la necesidad de hacerlo”, me dijo. “Desde luego, no conseguí hacerle cambiar de opinión”. (Una portavoz de Fortune Brands calificó el cierre de “decisión difícil” que iba “en el mejor interés de nuestro negocio en general” y dijo que los puestos de trabajo irían tanto a fábricas dentro de Estados Unidos como a sus “operaciones de fabricación en Norteamérica”.
Varios días después de anunciarse el cierre, el sindicato Local 469 organizó una protesta en la planta. Más de 100 trabajadores y sus partidarios, incluido el alcalde de Milwaukee, Cavalier Johnson, formaron un piquete. Los miembros destacaron que Nicholas Fink, presidente ejecutivo de Fortune Brands, ganó 10 millones de dólares en 2022. Nathan se paró en la zona de carga de una camioneta roja, junto a Johnson. “Siento que esto nos esté pasando a nosotros”, dijo Nathan a través de un megáfono. “No es justo que te digan que tu duro trabajo ya no es lo suficientemente bueno”. Nathan me contó que, más o menos en ese momento, oyó llorar a un compañero sentado en su auto. “No sé qué voy a hacer”, le dijo. “Soy el único sostén de mi familia. Mi esposa no trabaja. Tengo dos hijos”.
Para los empleados negros de la planta, que constituían más del 80 por ciento de la mano de obra, el cierre de la fábrica forma parte de una tendencia especialmente dolorosa. Durante décadas, Milwaukee ha sido la primera o la segunda gran zona metropolitana del país con mayor segregación racial, pero también fue un lugar de prosperidad para la clase trabajadora negra. En 1970, los ingresos promedio de la población negra de la ciudad eran los segundos más altos del país, por detrás de los de Detroit; su tasa de pobreza era un 22 por ciento inferior a la media nacional. Casi el 85 por ciento de los hombres negros de entre 25 y 54 años tenían trabajo. Ahora tiene los ingresos promedio más bajos de los hogares negros, la tasa de pobreza más alta y las mayores disparidades raciales en el empleo masculino en edad laboral de las 50 áreas metropolitanas más grandes del país, según un estudio reciente de Marc Levine, profesor emérito de estudios urbanos de la Universidad de Wisconsin-Milwaukee.
Nathan, que tiene 44 años y lleva el pelo recogido en rastas, vive con su esposa que es agente inmobiliaria, y tiene dos hijos. Se trasladó a Milwaukee desde Lambert, Mississippi, cuando tenía 22 años y pronto consiguió trabajo en Master Lock a través de una agencia de trabajo temporal. En esa época, con el debilitamiento del sindicato, los salarios en Master Lock habían bajado mucho. Nathan empezó cobrando 9 dólares la hora. “Algunas personas que trabajaban en comida rápida ganaban más que nosotros”, dice. “Pero me encantaba el trabajo. Era como una familia”.
Como la mayoría de los trabajadores, Nathan empezó en la producción no calificada. Fue cambiando de puesto, con aumentos de siete centavos por hora. Al final, un sindicalista la ayudó a entrar en un programa de aprendizaje en el que aprendió a ser operaria de una máquina de tornillos. Cuando se anunció el cierre de la planta, ganaba 33.46 dólares la hora.
Nathan consiguió trabajo en la fábrica de cerveza Miller, ahora propiedad de Molson Coors y una de las dos únicas grandes plantas sindicales de Milwaukee. Carga cajas en una máquina que las llena de recipientes de cerveza. Gana 22 dólares la hora. Por las mañanas, asiste a clases en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee, donde estudia para ser técnica cardiovascular. “Estoy estudiando para poder dejar la industria”, dice. “Ya no tengo esperanzas en ella”.
Antes de convertirse en presidenta del Local 469, Nathan trabajó en el comité de educación política del sindicato, donde inscribió en el censo electoral a casi la mitad de los afiliados. Recientemente, inició su propia campaña de inscripción de votantes en Miller. “Lo hago para que vean que hay una necesidad imperiosa de votar”, afirma. Aunque ha votado por los republicanos en el pasado, le apasiona derrotar a Trump. “Trump no entiende a la clase trabajadora”, dijo. “No puede relacionarse con nosotros porque no ha tenido que trabajar ni un solo día de su vida. Nunca tuvo que levantarse buscando su próxima comida”.
Otros antiguos empleados, como Chancie Adams, que tenía un trabajo cualificado de producción en Master Lock, se han amargado con la política. Adams trabaja ahora en una planta de fabricación de metales no sindicada, ganando 10 dólares la hora menos que antes. “Puedes votar por quien sea y tener todas esas creencias, pero mira lo que ha pasado”, me dijo afuera de la planta. “Mira lo que está pasando. Estuve aquí 14 años, y tengo 44, y estoy empezando de nuevo”. En 2012, fue puerta por puerta recogiendo firmas para revocar al gobernador Walker, que prácticamente había eliminado los derechos de negociación colectiva de los empleados públicos, pero el cierre de la planta lo ha dejado escéptico sobre la participación política. “Escuché que el alcalde estaba aquí en la protesta y dio una declaración sobre lo disgustado que estaba”, dijo. “Bueno, no he vuelto a saber nada más de él. Fue apenas para dar la cara. No luchó por nosotros”. Aunque Adams suele votar, este año no lo hará. “¿Para qué?”, dijo
Trump retomó un tema de siempre: el aterrador espectro de la desindustrialización. “Ahora mismo, mientras hablamos, grandes fábricas se están construyendo al otro lado de la frontera en México”. Trump culpó a la UAW de “permitir que esto ocurra” y dijo que el presidente del sindicato, Shawn Fain, que apoyó a Biden y Kamala Harris, “debería ser despedido de inmediato”. Concluyó diciendo: “A todos los hombres y mujeres olvidados que han sido desatendidos, abandonados y dejados atrás, ya no van a ser olvidados”.
Hayes, que suele votar por los demócratas, dijo: “Están usando cosas como el TLCAN como palanca. Pero siempre lo han hecho”.
Oren Cass, director de American Compass, un laboratorio de ideas conservador, que también fue asesor de Mitt Romney, es el líder intelectual de la facción “pro-obrera” del Partido Republicano, que incluye a JD Vance. Recientemente escribió un mea culpa en el Times por ignorar el sufrimiento de la clase trabajadora y denunció el largo estancamiento de los salarios estadounidenses. Sin embargo, Cass contribuyó al capítulo sobre el trabajo en la iniciativa Proyecto 2025, un conjunto de propuestas políticas conservadoras para el próximo gobierno republicano. Esta iniciativa anima al Congreso a considerar la prohibición de los sindicatos de empleados públicos, a reducir la protección del trabajo infantil y a restringir el pago de las horas extras. Trump y Vance se oponen a la Ley de Protección del Derecho de Sindicalización, que se ha estancado en el Congreso y facilitaría la formación de sindicatos. El gobierno de Trump amenazó con vetar el proyecto de ley y dijo que “mataría empleos y destruiría la economía colaborativa”.
Aunque Trump ha hecho gestos hacia los trabajadores —la convención dio un espacio en horario estelar a Sean O’Brien, presidente del sindicato de los Teamsters, que denunció a los “empresarios codiciosos” y elogió a Trump por escuchar a las voces críticas, aunque no lo respaldó—, su historial como presidente cuenta otra historia. En 2017, en un mitin en Youngstown, Ohio, que perdió unos 50.000 empleos bien pagados de trabajadores del acero en los 40 años anteriores, Trump prometió que todas las fábricas vacías “regresarían”. Dos años más tarde, cerró la última gran planta de la zona, una fábrica de GM que recientemente había dado empleo a casi 5 mil personas.
Durante la presidencia de Trump, el déficit comercial creció a su nivel más alto desde 2008, y sus recortes de impuestos de 2017 incentivaron a las corporaciones a deslocalizar empleos al reducir las tasas impositivas sobre las ganancias extranjeras. Según Public Citizen’s Global Trade Watch, durante su presidencia se perdieron más de 300 mil puestos de trabajo debido a la deslocalización y el comercio.
Quizá nada sea más simbólico de la fallida promesa de Trump de recuperar los empleos en el sector de la manufactura que el acuerdo al que llegó en 2018 con Foxconn, fabricante taiwanés de los iPhone y otros productos de Apple, para construir un campus cerca de Milwaukee. Trump dijo que la fábrica sería la “octava maravilla del mundo”, y puso la primera piedra para su construcción usando una pala bañada en oro junto al representante Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes, y Scott Walker. El acuerdo se basaba en subvenciones de 4 mil 500 millones de dólares de los contribuyentes. Foxconn, que prometió crear 13 mil puestos de trabajo, hasta ahora solo ha creado mil .
Al día siguiente de ver el discurso de Trump con Hayes, fui a ver el campus de Foxconn. La pieza central del complejo, un futurista globo de cristal y acero de 30 metros de altura, estaba rodeado de vastos campos vacíos. En mayo, el presidente Biden, que ha generado 765 mil puestos de trabajo en el sector de la manufactura durante su presidencia, viajó a la zona para destacar una inversión de 3 mil 300 millones de dólares de Microsoft para construir allí infraestructuras de inteligencia artificial.
En la planta de Master Lock, a unos 30 kilómetros de distancia, aún ondeaba una bandera de la UAW, pero estaba a media asta y muy desgastada. La fábrica abandonada tenía un aspecto tan inquietante como la zona circundante, conocida como el corredor industrial de la calle 30. En su día albergó 20 mil puestos de trabajo bien remunerados. Por todas partes había carteles que señalaban proyectos de infraestructuras financiados por el gobierno de Biden. En medio de medio siglo de desindustrialización, estos esfuerzos parecían insignificantes.
En 2019, durante su campaña presidencial, Kamala Harris, que en ese entonces era senadora, dijo que se habría opuesto al TLCAN. Al año siguiente, Harris fue una de los 10 senadores que votaron en contra del Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá. Cuando su compañero de fórmula, el gobernador Tim Walz, de Minnesota, estaba en el Congreso, votó en contra de conceder al presidente Obama la vía rápida para la Asociación Transpacífica. En agosto, Harris y Walz recibieron el apoyo entusiasta del presidente de la UAW, Shawn Fain. En un acto local de la UAW en Míchigan, Harris habló apasionadamente de la importancia de los sindicatos —“Incluso si no eres miembro de un sindicato, es mejor que agradezcas a los sindicatos esa semana laboral de cinco días”— y a finales del mes pasado, mantenía una ligera ventaja en Wisconsin, Míchigan y Pensilvania.
Platiqué con Bink durante la Convención Nacional Demócrata, que había seguido atentamente, con una notable excepción. “Esto es grosero por mi parte”, dijo, “pero cuando Bill Clinton habló, dejé de mirar”. Aún se sentía traicionado por el TLCAN. Bink estaba encantado con el acto de Harris en la UAW y espera que continúe con las políticas favorables a los sindicatos que estableció Biden. “Creo que a tres cuartas partes del país les gustaría escucharla hablar contra el TLCAN”, dijo. “¿Qué ha hecho? El traslado de riqueza de la clase media a los que ya son ricos no ha hecho nada por nuestra sociedad”. Cree que un futuro presidente podría aprender algo de lo que sucedió en Master Lock. “La gente que ha sido elegida —y lo diré genéricamente— no se ha ocupado de los trabajadores del país”.
Dan Kaufman es autor de The Fall of Wisconsin: The Conservative Conquest of a Progressive Bastion and the Future of American Politics.
Para este artículo, hizo más de 40 entrevistas.
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