03 de Diciembre de 2024
Nacional

Los militares, las mujeres y la Constitución

La prisión preventiva oficiosa.
Foto: Agencias .

*Ahora que el constitucionalismo mexicano cumple dos siglos, no podemos permitir que nuestra preocupación frente a las reformas que pretenden justificar en la ley atropellos que ya se comenten nos haga olvidar que el movimiento contrario es posible; que un primer paso para revertir el arraigo de la violencia puede ser el cambio constitucional

Revista Nexos . | Ciudad de México | 07 Nov 2024

 





Este febrero, el ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador presentó veinte propuestas de reforma, casi todas constitucionales. Las iniciativas varían: van desde reconocer el derecho a una alimentación de calidad, hasta transformar de forma radical la manera en la que se elige a las personas juzgadoras del país. En el marco del bicentenario de la Constitución de 1824, estas iniciativas nos ofrecen una invitación a pensar nuestro constitucionalismo en procesos históricos más amplios. Así, me gustaría indagar sobre el arraigo de las disposiciones constitucionales.


Con este término me refiero a lo que sucede cuando una norma constitucional se enraiza en la vida política y en la cultura de una sociedad, dándoles forma fundamental a las prácticas de las personas y de las instituciones. Arraigo es cuando se cumplen las normas constitucionales porque la gente cree en ellas; porque tienen sentido para las personas y, por eso, las vuelven sus brújulas políticas e incluso sus guías personales. Por el contrario, el desarraigo constitucional ocurre cuando la norma resulta ajena.


Quiero explorar estos dos términos a través de dos de las propuestas de reforma que introdujo López Obrador: la referente a las Fuerzas Armadas y la que se ocupa de la prisión preventiva oficiosa. Quiero contrastarlas con una reforma de hace unas décadas, cuyas raíces al parecer se han vuelto más profundas en fechas más recientes. Quiero hacer esto porque ese contraste ilustra bien la complejidad del arraigo y el desarraigo de las disposiciones constitucionales y de los procesos que lo permiten.


Estamos en un momento de grandes disputas. Conceptos como el “debido proceso” o la “independencia judicial” no tienen el poder de movilización política que muchas creíamos que tenían. Su valor no sólo no es obvio, sino que para muchas personas en México incluso evocan prácticas injustas en lugar de una garantía de justicia. Pienso en cómo el “debido proceso” ha sido utilizado para excusar el acoso y justificar que quienes lo cometen no reparen el daño que provocan; en cómo la “independencia judicial” ha terminado por construir tribunales alejados de la ciudadanía más que separados de otros poderes.


El arraigo nos obliga a pensar en el constitucionalismo como un proyecto político que aspira a un poder normativo, pero requiere de millones de acciones, pequeñas y grandes, para cobrar fuerza. Un proyecto que requiere ver esas disonancias entre lo que proclama y lo que resuena.



La Constitución de 1917 tiene 136 artículos. Hasta septiembre de este año, todos menos diecinueve habían sido reformados. Entre los intocados estaban el artículo 13, que contempla el fuero militar y el artículo 129, cuya letra decía: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. Este último artículo había sido preservado tal cual estaba en la Constitución de 1857. Según el historiador Thomas Rath, el tema casi no fue debatido durante la Asamblea de 1916 y 1917 porque los constituyentes lo consideraban la garantía básica de la subordinación de las Fuerzas Armadas al gobierno civil.1


Escribo estas líneas horas después de que el Senado aprobara una reforma constitucional que finalmente ha modificado esos artículos. El fuero militar fue extendido para los integrantes de la Guardia Nacional, la cual dejó de ser una institución civil y ahora será parte de la Fuerza Armada Permanente. A su vez, la reforma les otorgó al Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea una nueva función: ya no sólo se ocupan de la seguridad nacional (la defensa del territorio de enemigos extranjeros e insurrecciones internas), sino también de la seguridad pública (la protección de las personas frente el crimen). El artículo 129 fue modificado para establecer que “en tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tenga previstas en esta Constitución y las leyes que de ella emanen”. En otras palabras: las funciones de las Fuerzas Armadas ahora pueden ampliarse sin ningún límite constitucional.


Si atendemos la historia textual del artículo 129, estamos frente a un cambio sísmico. De nuevo: permanecía intocado desde 1857. ¿Pero si atendemos la práctica? Sabemos por el trabajo de Rath que la desmilitarización que se supone vivió México después de la Revolución es más mito que realidad. El número de generales en altos cargos del gobierno civil y el presupuesto asignado a las Fuerzas Armadas en efecto disminuyó, pero la consolidación del Partido Revolucionario Institucional no terminó con la relevancia política de los militares, sino que reconfiguró su papel. En palabras del politólogo Jorge Javier Romero: “Nunca se cumplió plenamente con el artículo 129 de la Constitución, pues se utilizó a los soldados para reprimir a los movimientos sociales. El Ejército actuó contra el sindicalismo ferrocarrilero en 1948 y 1960, contra los maestros en 1956 y contra diversos movimientos estudiantiles en los años sesenta, hasta el desastre de 1968”.2 En la Guerra Sucia también fue un actor central, como lo ha sido desde los setenta en las acciones en torno al narcotráfico.


Si consideramos esta historia, lo que hemos visto desde el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa no es tanto una ruptura como una intensificación. Según el Inventario Nacional de lo Militarizado —un registro de las decisiones legales que han permitido la expansión de las funciones y presupuesto de las Fuerzas Armadas—, los recursos y tareas que López Obrador ha confiado a los militares rebasan a aquellas que asumieron durante los dos sexenios previos.


La reforma al 129 es el más reciente de una larga lista de esfuerzos por empoderar a los militares. Si bien existen pocas encuestas que exploran con detalle la relación entre las Fuerzas Armadas y la ciudadanía, un patrón consistente es que los militares gozan de enorme popularidad. Según la edición de 2023 de la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental, el Ejército y la Marina ocupan el quinto lugar de confianza entre las instituciones sociales y políticas, sólo por debajo de la familia, las universidades públicas, las escuelas públicas de nivel básico y los compañeros de trabajo. Los mexicanos y las mexicanas confían más en las Fuerzas Armadas que en las organizaciones religiosas.


Así, cabe preguntarse: ¿será que la versión reformada del artículo 129 es un mejor reflejo de los valores, creencias y prácticas institucionales del país que el texto original?


 


Luego está la reforma sobre la prisión preventiva oficiosa. Esta iniciativa ha sido apoyada por la presidenta Claudia Sheinbaum, por lo que no me sorprendería que fuera aprobada para cuando se publique este ensayo. La prisión preventiva —así, a secas— es una medida que permite encarcelar a personas que el Estado sospecha han cometido un delito, pero que aún no han sido condenadas. O sea: son legalmente inocentes, pero van a prisión. En el México de hoy, las autoridades pueden enviar a una persona a prisión preventiva una vez ha sido “vinculada al proceso”, cosa que ocurre cuando un tribunal estima que “existe la probabilidad de que la persona imputada cometió o participó” en un delito. La vinculación al proceso ocurre; antes, incluso, de que las fiscalías acusen a las personas.


Existen dos formas en las que una persona puede ir a prisión preventiva. La primera es la prisión preventiva justificada. En este caso, la fiscalía presenta a un tribunal evidencia de que, si la persona acusada continúa en libertad, es probable que ponga en riesgo el proceso penal en su contra, ya sea porque hay razones para pensar que podría fugarse o porque ha amedrentado a víctimas o testigos. El tribunal, después de revisar la evidencia que justificaría la medida, decide si es necesaria.


La prisión preventiva oficiosa, por el contrario, aplica de forma automática. Si en la prisión preventiva justificada las autoridades tienen que demostrar que la persona pone en riesgo el proceso, en la oficiosa el Estado presume que quienes probablemente cometieron un delito son un peligro inminente para la sociedad, por lo que deben ser privadas de la libertad de inmediato. Quien determina en qué casos procede este tipo de prisión preventiva no son las fiscalías ni los tribunales, sino los integrantes del Poder Legislativo.


Si todo esto le parece preocupante a quien lee este texto —¿de verdad queremos que las personas legisladoras decidan, en general y sin considerar los particulares de cada caso, si una persona a la que se le presume inocente debe ser encarcelada antes de que se presenten pruebas en su contra?—, no sería la primera vez. Una larga lista de autoridades internacionales ha condenado la prisión preventiva oficiosa, al considerar que se trata de una privación arbitraria de la libertad. En años recientes, una de esas autoridades, la Corte Interamericana de Derechos Humanos —un organismo que investiga abusos y atrocidades en muchos de los países del continente y, cuyos fallos, al menos en teoría, son obligatorios para los Estados suscritos al acuerdo que define su jurisdicción— ha emitido sentencias en las que le ordena al Estado mexicano que modifique sus leyes para abolir la prisión preventiva oficiosa.


Pero hay un pequeño problema que ilustra a la perfección el concepto de arraigo que quiero explorar. La figura que México ahora está legalmente obligado a abandonar —en nuestro país, los compromisos que el Estado adquiere cuando suscribe tratados internacionales son considerados como normas con el mismo peso que la Constitución— no aparece en la legislación secundaria, que en términos relativos es fácil de cambiar, sino en el texto constitucional.


Este conflicto entre dos normas de igual valor —la Constitución y los tratados internacionales— podría resolverse con una reforma que aboliera la prisión preventiva oficiosa. La propuesta de López Obrador, sin embargo, va en sentido contrario. Busca, por ejemplo, que la prisión preventiva oficiosa se aplique a personas vinculadas por narcomenudeo, uno de los delitos más comunes en el país. Lo grave del asunto es que, en la mayoría de estos casos, las personas acusadas son hombres jóvenes, morenos, pertenecientes a las clases trabajadoras y campesinas, que son arrestados por el delito de posesión simple. Por este delito una persona puede ser enviada a prisión preventiva por traer seis gramos de marihuana.3


La vulnerabilidad de estos jóvenes nos ayuda a entender el efecto catastrófico que la reforma a la prisión preventiva oficiosa podría tener en el número de mexicanos encarcelados y mexicanas encarceladas y en las ya de por sí atroces desigualdades de nuestra sociedad. Pero la idea de que las personas deben estar en prisión preventiva por el delito por el cual están siendo investigadas no es nueva. A diferencia de la regulación de las Fuerzas Armadas, que data de la Constitución de 1857, la prisión preventiva no aparece en el texto constitucional hasta 1917. El texto original de la Constitución de 1917 establecía que, una vez que una persona fuera acusada por las autoridades de cometer delitos graves, como homicidio o violación, sería enviada de forma automática a prisión preventiva y no podría salir bajo fianza.


En otras palabras: desde hace más de un siglo hemos considerado que ciertos delitos ameritan que las personas acusadas sean privadas de su libertad, sin excepción. La violación sistemática de los derechos humanos por la que la Corte Interamericana condenó al Estado mexicano, como tantas otras prácticas violentas, está arraigada en lo profundo no sólo de los hábitos de quienes investigan delitos o imparten justicia, sino también en nuestra Constitución. En estos más de cien años, lo único que se ha logrado es reducir el número de delitos en los cuales se aplica. Pero la prisión preventiva oficiosa sobrevivió a la gran reforma penal de 2008, con la que se buscaba garantizar el respeto a los derechos de las personas acusadas y minimizar la arbitrariedad de las autoridades penales. Sobrevivió, también, a la emblemática reforma en materia de derechos humanos de 2011. Ahora, sin embargo, incluso estos avances modestos están en riesgo: la propuesta de reforma de López Obrador es un intento de extender aún más los alcances de esta violación legalizada de los derechos humanos.


Si bien el Instituto Nacional de Estadística y Geografía sólo empezó a registrar el número de personas sometidas a prisión preventiva oficiosa hace dos años, los datos oficiales que ha publicado al respecto sugieren que es una figura que se aplica con una frecuencia preocupante: en 2023, de los 82 134 hombres en prisión preventiva, tanto justificada como oficiosa, el 44 % estaban en prisión por la segunda figura; en el caso de las 6211 mujeres en prisión preventiva, la cifra ascendía al 50 %. Estamos hablando de casi 40 000 mujeres y hombres que han sido privados de su libertad sin que el Estado haya mostrado por qué deben estar en prisión.


De abolirse la prisión preventiva oficiosa, las fiscalías tendrían que aportar evidencia en estas decenas de miles de casos. Quienes justifican la figura argumentan que estos agentes del Estado sencillamente serían incapaces de hacerlo, pues la experiencia demuestra que no han podido aportar pruebas en la mayoría de los casos en los que sí estaban obligados a demostrar la culpabilidad de las personas acusadas antes de privarlas de su libertad. Según este argumento, la prisión preventiva oficiosa es una manera de proteger a la sociedad de posibles “delincuentes” en un contexto en el que las autoridades, ya por incompetencia o por falta de recursos, no son capaces de cumplir con los requisitos básicos del debido proceso. Si en el camino algún inocente termina encarcelado durante años por un crimen que no cometió, ni modo: es el precio a pagar por la seguridad.


Esta posición me parece un error, ya que la apuesta sigue siendo solapar la ineficiencia del sistema de justicia, en lugar de fortalecer las capacidades de las fiscalías. Pero lo que tenemos aquí es, precisamente, un arraigo de la norma constitucional: los constituyentes de 1917 incluyen la prisión preventiva oficiosa en la norma suprema; lo que resulta en que las fiscalías se acostumbran a encarcelar a quienes sospechan que cometieron delitos serios sin tener que aportar pruebas; lo que resulta en que el aparato de investigación penal del Estado se atrofie; lo que provoca que tanto el Ejecutivo como los legisladores concluyan que, en lugar de corregir esta atrofia para cumplir con los tratados internacionales que exigen el respeto al debido proceso, la solución más fácil es modificar la Constitución para que se adapte a las malas prácticas arraigadas, en lugar de cambiar esas malas prácticas para asegurar el respeto a los derechos garantizados en esa misma Constitución.


Más aún: el arraigo de la prisión preventiva oficiosa se extiende no sólo a las autoridades, sino también a la ciudadanía. Según una encuesta realizada por la organización Impunidad Cero en 2022, “el 76 % de las personas entrevistadas dijo estar algo o totalmente de acuerdo con que todas las personas acusadas de un delito deben de permanecer en prisión en lo que se averigua si lo cometieron”.


Mientras que el artículo 129 —el que hasta hace poco prohibía que los militares asumieran funciones ajenas a la guerra— nunca parece haber reflejado las prácticas arraigadas en la vida real, las disposiciones constitucionales de la prisión preventiva oficiosa parecen ser lo contrario. Pasan las décadas y queremos que siga siendo nuestra norma fundante.



Ilustración: Víctor Solís


No estoy sugiriendo, en modo alguno, que la prisión preventiva oficiosa y la militarización de la seguridad pública sean adecuadas porque están en la Constitución o porque reflejan prácticas arraigadas. Como defensora de los derechos humanos, la idea de que los militares estarán a cargo del orden civil me parece peligrosa; como feminista, cualquier figura jurídica que resulte en la privación de la libertad sin debido proceso de decenas de miles de personas —hombres y, de forma desproporcionada, mujeres— me parece violenta. Mi posición es que estos casos muestran la urgencia de una tarea muy distinta, quizás incluso opuesta: atender al desarraigo de las disposiciones constitucionales, ya sea de ideas que nos parezcan aberrantes o, por el contrario, valiosas; así como entender por qué hay ideas que, aunque están en el texto constitucional, no conmueven a las personas.


Valga un último ejemplo para explicar a qué me refiero. En 1994, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación tuvo que resolver un caso relacionado con la violación entre cónyuges. La pregunta era la siguiente: si una persona obliga a su cónyuge a “someterse a la cópula”, ¿esto configura el delito de violación? La cuestión parece un acertijo: ¿es violación la violación? Para entender la adivinanza, tenemos que recordar algunos detalles de una de las concepciones del matrimonio que estaban presentes en la discusión. Bajo esta perspectiva, antigua o quizás anticuada, al decirle “sí” al matrimonio, las parejas también decían “sí” a todo lo que el matrimonio implicaba. Considerando que el matrimonio tenía como sus fines la reproducción de la especie, al casarse las parejas adquirían el derecho —y, cosa crucial, el deber— de sostener relaciones sexuales. El “sí” inicial era una expresión de consentimiento permanente e irrevocable.


Ésta fue la doctrina que una mayoría de la Primera Sala decidió adoptar en 1994 para responder a la pregunta de si la violación es violación. De los tres votos a favor, dos fueron de las ministras Clementina Gil de Lester y Victoria Adato Green. Es decir: dos de las mujeres más poderosas de México le dieron fuerza de ley a la idea de que una mujer no puede decirle que no a un hombre, por el simple hecho de que antes le había dicho que sí. (Traigo esto a cuento porque, considerando que desde hace un mes tenemos a la primera presidenta de México, nunca está de más recordar que las mujeres somos igual de susceptibles que los hombres a sostener nociones misóginas pero muy arraigadas).


Para 1994, el derecho de toda persona a “decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el espaciamiento de sus hijos” ya existía en el texto de la Constitución. Fue introducido veinte años atrás, en la misma reforma en la que se reconoció la igualdad de hombres y mujeres ante la ley. Además, en 1981 México había ratificado la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), que también reconocía el derecho a decidir. En esa época, el movimiento feminista ya ganaba terreno en distintas instituciones del Estado, entre ellas el Congreso. En 1991, legisladoras feministas habían logrado una reforma al Código Penal Federal para condenar una mayor diversidad de formas de violencia sexual.


Cuando llegó la hora de decidir si una violación no era violación si ocurría en el contexto del matrimonio, sin embargo, la mayoría de la Primera Sala ni siquiera hizo referencia a la Constitución —ya no hablemos de la CEDAW o las ideas del movimiento feminista— para resolver el asunto. En su lugar, y como era común en aquella época, sus integrantes justificaron su decisión apelando a la dogmática civil y a la naturaleza del matrimonio. La violación no era violación, sino era el ejercicio —indebido, quizá, si se exigía con violencia— de un derecho. Éste era el único derecho que importaba: el de la pareja que se imponía y no el de la persona que se rehusaba.


Tuvieron que pasar once años para que la Suprema Corte cambiara de criterio. Lo fascinante de la resolución que emitió en 2005 es que en ella, de repente, el derecho a decidir se volvió relevante. La Corte reconoció que este derecho no desaparece en el matrimonio. Los cónyuges seguían teniendo la libertad “para determinar de común acuerdo y en pleno uso de su libertad sexual cuándo habrán de proceder al ayuntamiento carnal con fines de procreación”. Esto abría el espacio a que las personas se rehusaran a la “relación carnal”, a que pudieran, legítimamente, decir que no.


Pero, otra vez: el derecho a decidir ya estaba en la Constitución, incluso si la Primera Sala de 1994 prefirió ignorarlo. La pregunta, entonces, es qué sucedió para que este derecho se volviera relevante. El fallo que reconoció que la violación siempre es violación, quisiera sugerir, hubiera sido imposible sin ciertos cambios institucionales y políticos que lo antecedieron. Por ahora, basta con mencionar uno solo: el avance del movimiento feminista, que en esos once años siguió actuando, manifestándose, diversificándose, produciendo conocimiento, ocupando espacios, entrando a instituciones.


A pesar de su enorme importancia, sin embargo, el caso que resolvió la pregunta de si la violación es violación también ilustra los límites del actuar judicial. Con el fallo de 2006, ¿cambió, de la noche a la mañana, la realidad de los millones de personas, en su mayoría mujeres, que son víctimas de violación? Por supuesto que no. Pero el fallo de la Corte, al menos, dejó de legitimar un estado de cosas terrible. Y, con eso, marcó una nueva pauta. Abrió más posibilidades de acción. Y a ello es a lo que se han dedicado feministas por años.


Pongo el ejemplo del movimiento feminista porque creo que busca desmantelar normas, discursos, instituciones y prácticas que reproducen desigualdades (de género, sexuales, raciales y de clase, etcétera). ¿Qué tiene que ver todo esto con la prisión preventiva oficiosa y la militarización de la seguridad pública? Mientras que aquellas reformas buscan reconciliar a la Constitución con prácticas que ya están arraigadas, sin importar si atentan contra los derechos humanos, el fallo de la Corte que declaró que la violación siempre es violación abrió la puerta para que un derecho que ya estaba en la Constitución comenzara a arraigarse cada vez más entre las autoridades y entre la ciudadanía.


Ahora que el constitucionalismo mexicano cumple dos siglos, no podemos permitir que nuestra preocupación frente a las reformas que pretenden justificar en la ley atropellos que ya se comenten nos haga olvidar que el movimiento contrario es posible; que un primer paso para revertir el arraigo de la violencia puede ser el cambio constitucional. Si queremos mejorar a las fiscalías, podemos empezar por abolir la prisión preventiva oficiosa; si queremos regresar a los militares a sus cuarteles, podemos empezar por hacer valer las disposiciones originales del artículo 129; si queremos acabar con la violencia sexual, podemos empezar por reconocer, en toda su extensión, las implicaciones del derecho a decidir que desde hace mucho es parte de nuestra Constitución.


En cualquier caso, si queremos que una idea “eche raíces”, es necesario procurarla, cuidarla, regarla. Ésa es nuestra tarea. Volver la teoría, práctica; el texto, realidad.


 


Estefanía Vela Barba
Directora ejecutiva de Intersecta, una organización feminista que se dedica a investigar y promover políticas públicas para la igualdad. Maestra en Derecho por la Universidad de Yale




1 Rath, T. Myths of Demilitarization in Postrevolutionary Mexico, 1920-1960, The University of North Carolina Press, 2013.


2 Romero, J. J. “La marcha militar en sentido contrario”, Sin Embargo, 18 de febrero de 2021.


3 Elementa-DDHH. Prisión por posesión. El papel del delito de posesión simple en la guerra contra las drogas en México, 2022.