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Fernando Botero.
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*Antes de su muerte en septiembre, el artista reflexionó sobre su vida, legado y filosofía visual
| | 10 Dic 2023
Este es un artículo de Turning Points, una serie especial que ensaya sobre lo que los momentos críticos de este año podrían significar para el próximo.
En un panegírico escrito para el artista colombiano Fernando Botero, su hijo Juan Carlos Botero recordó que su padre tenía un dicho favorito: “Uno tiene que vivir enamorado de la vida”.
“Aquella frase siempre me sorprendió”, escribió el joven Botero, “porque la decía un hombre que perdió a su padre a los cuatro años, que vivió durante décadas en la pobreza, que perdió a su hijo —mi hermanito— también cuando tenía apenas cuatro años de edad, y que luchó contra todo y contra todos sin renunciar jamás a sus convicciones, y sin saber si algún día iba a conocer un mínimo de bienestar o aceptación. Así lo decía y repetía mi padre, una y otra vez: ‘Vivir enamorado de la vida’”.
Fernando Botero falleció el 15 de septiembre a los 91 años en Mónaco, donde tenía una casa.
Botero, uno de los artistas más conocidos y comercialmente exitosos del mundo, creó obras que han obtenido precios de siete dígitos en subastas durante años, y sus exhibiciones de esculturas —incluida una exposición de 14 piezas de bronce en Park Avenue en la ciudad de Nueva York y una muestra de más de 30 esculturas en los Campos Elíseos de París— siempre atrajeron grandes multitudes. Pero fue la pintura, que a menudo decía que amaba hacer por encima de todo y que continuó haciendo hasta sus últimos días, la que siguió siendo central en la vida de Botero. Su estética única, con figuras voluminosas y bulbosas, atrajo de vez en cuando a detractores, muchos de ellos críticos de arte, pero sus admiradores siempre los superaron ampliamente en número.
Nacido en Medellín, Colombia, en 1932, Botero comenzó su carrera allí cuando era adolescente, creando ilustraciones para un periódico y pintando escenas de toreros para venderlas en La Macarena, la plaza de toros de la ciudad.
Al entrar en su décima década, le preguntamos a Botero a principios de 2023 si podría conversar con The New York Times sobre su legado y su impacto en el mundo del arte. Lo entrevistamos por correo electrónico y comenzamos pidiéndole que seleccionara un trabajo suyo que ejemplificara mejor su carrera. Seleccionó una pintura que completó en 2000, “Taller de costura”.
Se han editado extractos de la conversación para mayor claridad y espacio.
“Taller de costura” es un gran ejemplo de “boterismo”: su estilo singular, con colores llamativos y proporciones voluminosas. ¿Qué transmite esta obra sobre su vida como artista y su legado?
Esta obra, como todas las demás, es una declaración de principios. En otras palabras, es una especie de manifiesto acerca de cómo debe ser, en mi opinión, la pintura. Pienso que la pintura encarna la síntesis del color, la composición, la forma y el dibujo, y todo eso se revela y expresa en el estilo. El tema es apenas un pretexto para pintar.
Este cuadro tiene elementos autobiográficos, porque representa un taller de costura con tres asistentes, como el que tenía mi madre, quien había enviudado muy joven. Esto no es extraño, por cierto. El tema central de mi obra es la América Latina que viví de joven, y por eso a menudo aparecen en mis óleos y dibujos imágenes de mi vida en Colombia.
El viudo, cuadro de Fernando Botero, expuesto en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires.
En mi familia nunca hubo pintores ni intelectuales. Mi padre era un agente viajero que se desplazaba por las montañas de Antioquia con varias mulas llenas de mercancías. Recuerdo muy poco de él, yo tenía apenas cuatro años de edad cuando él murió, pero sí me acuerdo del lugar donde estaban las mulas y de su ayudante, un viejo llamado don Antonio.
Cuando mi padre murió, nosotros (mi madre, mis dos hermanos y yo) quedamos sumidos en la pobreza, y mi madre nos mantenía con su talento de costurera, como figura en esta pintura. En todo caso, de estos recuerdos y de muchos otros están poblados mis cuadros, porque mi tierra natal siempre ha sido, como digo, la materia prima de mi arte.
En cuanto a mi legado, pienso que este será mi obra entera, creada de una forma consecuente con mis convicciones y coherente con mis ideas.
¿Podría contarnos cómo perfeccionó este estilo? ¿Cómo surgió la idea de centrarse en el volumen? ¿Qué hizo que las proporciones amplificadas fueran un aspecto central de su estética?
El volumen fue un aspecto esencial del arte de la antigua Grecia y Roma. Su presencia desapareció durante el Medioevo y solo fue redescubierto, siglos después, gracias a los primeros artistas del Renacimiento, empezando con Giotto. A partir de ese momento, su prevalencia se mantuvo intacta hasta la aparición del arte abstracto en el siglo XX.
Para mí, sin embargo, este aspecto sigue siendo el más esencial. Y no solo porque permite crear la tercera dimensión y la ilusión óptica de la redondez y la profundidad sobre la superficie plana de la tabla, el lienzo, el papel o la pared, sino porque comunica belleza y sensualidad, que son las metas cardinales de cada una de mis obras.
El estudio, pintado por Fernando Botero en 1984, se expone en el Museo de Antioquia de Medellín, Colombia.
En ese sentido, fue una suerte haber leído a Bernard Berenson, el famoso historiador y crítico de arte norteamericano, cuando yo tenía 18 años. Porque Berenson me dio claridad intelectual y hondura filosófica a lo que, hasta ese momento, solo había sido una preferencia o inclinación intuitiva. Berenson hacía una verdadera apología del volumen y su capacidad de comunicar lo que él llamaba “valores táctiles” al cuadro. La lectura de sus ensayos me marcó para siempre.
El hecho es que, como soy un artista de la modernidad, tengo licencia para llevar mi pasión al extremo, y de ahí la preponderancia del volumen en todo mi trabajo. Mi interés no tiene nada que ver con lo que algunos creen que es la “gordura”. La gordura y el volumen son dos cosas muy distintas, porque mientras que la primera afea los objetos, el segundo despierta el deseo del tacto y transmite belleza y sensualidad.
Además, el volumen permite exaltar la realidad. Como he dicho en otras ocasiones, una manzana pintada por un maestro —enorme, colosal y voluminosa— es más manzana que la simple fruta de la vida diaria. Esa es la esencia de mi propuesta estética: exaltar el volumen para comunicar belleza y sensualidad, y para transmitir una sensación de monumentalidad.
Como usted bien señala, los recuerdos de su juventud influyeron profundamente su obra, incluida la arquitectura colonial de Medellín y las formas y colores de la plaza de toros. De hecho, algunos de sus primeros cuadros fueron de toreros. ¿Podría contarnos más sobre las formas en que la ciudad y la vida en Colombia inspiraron su trabajo?
Yo creo que para ser universal hay que empezar por ser parroquial, es decir local, y pertenecer a una tierra específica. Por eso amamos el arte de la antigua Grecia, el arte arcaico de la China y el arte arcaico de India, porque eran creaciones auténticas y locales.
El arte de Goya pertenece a España, y el arte de Monet pertenece a Francia. Esos artistas alcanzaron la universalidad mediante la representación particular de su propio mundo, porque al tocar las raíces de su tierra tocaron las fibras más profundas y comunes a todas las personas.
En mi adolescencia, Medellín era una ciudad provincial, muy aislada del resto del país por las montañas que la rodean y que hacían tan difícil la construcción de caminos y carreteras. En los interminables desfiles de las fiestas patrias o religiosas de la ciudad, el alcalde del pueblo parecía que fuera el presidente, y el obispo parecía que fuera el papa. Para mí ir a misa [en esas ocasiones] era como ir al cine, y todos los elementos de esa sociedad dejaron una huella muy profunda en mi memoria.
Esculturas de bronce de Fernando Botero expuestas en la Plaza Botero de Medellín, Colombia.
En esa época las corridas de toros eran muy populares. Un día un tío me llevó a la plaza de toros de La Macarena, y me gustó tanto el espectáculo que decidí ser torero. Eso, por supuesto, duró poco, pero la experiencia me aficionó a la tauromaquia por el resto de mi vida.
A los 15 años empecé a pintar unas pequeñas acuarelas de la corrida que se vendían en la sastrería de Rafael Pérez, donde también se podían comprar las boletas de entrada a la plaza de toros, y esas fueron las primeras obras que vendí. Después he hecho muchas pinturas al óleo y dibujos con ese tema, porque se presta como pocos para crear una obra pictórica, ya que es una verdadera fiesta de formas y colores.
Yo pintaba el mundo que veía en esos años de mi juventud, pues era el único que yo conocía, con sus casas, sus mitos y su gente. Y ese mundo ha sido mi fuente principal de inspiración artística.
Ha dicho que cuando decidió ser pintor pensó que se estaba condenando a una vida de pobreza. Pero el instinto de crear arte era tan grande que no importaba. ¿Cómo describiría este instinto? ¿De dónde provino eso en usted?
Recuerdo que cuando le dije a mi madre que yo quería ser pintor, ella me dijo: “Muy bien, pero sepa que se morirá de hambre”. La verdad es que los pintores de esa época eran muy pocos, y los pocos que había en la ciudad vivían de sueldos miserables, dando clases de dibujo a los niños de las escuelas públicas.
A los 16 años participé en mi primera exposición de grupo, el salón de arte Tejicondor en Medellín. Y a los 19 hice mi primera exposición individual, en la galería Leo Matiz de Bogotá. Allí presenté mis obras más recientes a la acuarela y algunos óleos.
Una de esas obras, titulada Mujer llorando, tiene un brazo que parece pintado por mí hoy, y ya reflejaba de manera clara mi inclinación por el volumen. Para mí ha sido un misterio la fuerza de mi vocación y mi pasión por el volumen.
Cuadros de Fernando Botero se exponen en el Museo Botero en Bogotá, Colombia.
Un año más tarde, cuando me gané un concurso de pintura y el dinero me permitió viajar por primera vez a Europa, viví en Florencia y me dediqué a contemplar y a estudiar a fondo las obras de Giotto, el gran maestro del volumen, y los demás pintores renacentistas. Ya para ese entonces mi predilección por el arte figurativo y mi objetivo de nutrirme del gran arte del pasado eran convicciones absolutas. Así como mi devoción por el volumen.
No creo que existen palabras para describir la emoción que me produce el gran arte. Es como una exaltación vital. Y no tiene falla. Siempre lo siento, sin que importe el paso del tiempo. Es lo que sentí cuando vi por primera vez Las meninas de Velázquez, o La ronda nocturna de Rembrandt, o los retratos a lápiz de Hans Holbein. Para mí esas obras tan sublimes son inolvidables, y esos personajes pintados son más reales y están más presentes en mi vida que si estuvieran aquí mismo en la realidad.
Por un golpe de suerte conoció a Dorothy Miller, curadora del Museo de Arte Moderno de la ciudad de Nueva York, y ella adquirió su pintura Mona Lisa a los 12 años para el museo a principios de la década de 1960, cuando usted vivía en Nueva York. Este fue una especie de punto de inflexión en su carrera profesional. ¿Podría contarnos sobre esa experiencia y ese periodo?
Dorothy Miller estaba visitando a un pintor estadounidense que vivía en el mismo edificio donde vivía yo, en Greenwich Village de Nueva York, y él le comentó que en el piso de abajo había un artista colombiano que pintaba “personajes gordos”, “fat people”, le dijo. Ella deseó ver mi trabajo y ese mismo día vino a visitarme. Yo tenía mi cuadro Mona Lisa Age Twelve apoyado contra una pared, y apenas la señora Miller ingresó a mi pieza lo señaló y dijo sin vacilar: “Queremos este en el museo”. Al día siguiente, para mi sorpresa, vino un camión para recoger la obra. Fue, en efecto, un verdadero golpe de suerte.
Fernando Botero en su estudio en Nueva York en 1964.
Yo llevaba en Nueva York solo unos cuantos años, viviendo muy pobremente y con poco éxito. Sin embargo, mi cuadro expuesto en forma muy destacada en el MoMA, que es el museo de arte moderno más importante del mundo, despertó un inesperado interés en mi pintura de parte de los galeristas, y mi situación profesional cambió muchísimo. Más tarde tuve grandes marchants representando mi trabajo, incluyendo a Claude Bernard en París, la galería Marlborough en Nueva York y la galería de Ernst Beyeler en Basilea.
Las formas llamativas y el humor astuto son características distintivas de su arte, rasgos que han atraído a numerosos admiradores a su trabajo. En un documental sobre su vida, usted comentó que muchos artistas y críticos piensan que si el arte da placer, se ha prostituido. Usted calificó de ridícula esta idea. ¿Cree que hoy en día el arte se ha vuelto demasiado complicado, demasiado intelectual o demasiado serio?
El arte fue creado para dar placer. Cuando se da una mirada panorámica a la historia del arte, lo primero que se comprueba es que un 99 por ciento de las obras se hicieron sobre temas más bien amables. Más aún, en los siglos anteriores casi todas las obras eran retratos o temas religiosos o paisajes o naturalezas muertas. Es decir, temas amables que buscaban despertar placer en el espectador.
De otro lado, el humor es un elemento familiar en la historia de la pintura, pues sirve como un guiño y una ventana que invita al espectador a ingresar en la obra de arte. El humor está presente en los cuadros de muchos artistas importantes, entre ellos Pieter Brueghel, el Bosco, Goya, y hasta el mismo Velázquez, quien pintó a los enanos de la corte española con humor y ternura, y también pintó a Marte, el Dios de la guerra, como un personaje vulgar.
Por eso en mi obra también están presentes la sátira, el humor y la ternura, porque siempre me he apoyado en los grandes maestros del pasado para crear mi propio arte, y nunca he trazado una sola línea que no esté autorizada por la historia de la pintura.
En todo caso, el arte de hoy es todo menos intelectual. Pretende serlo, pero no lo es. Muchos artistas encuentran su manera de pintar al salir de la escuela de Bellas Artes. Pero eso es muy diferente de crear un estilo. Los grandes maestros del arte crearon un estilo propio, único y original, y lo forjaron con el tiempo y el trabajo, pues este es el resultado de una profunda reflexión, a lo largo de toda una vida, sobre la excelencia. El estilo es la suma de ideas de un artista, y esa suma se aprecia en cada una de sus obras. Se puede decir que el estilo es una filosofía visible.
No todo su trabajo es humorístico o satírico, por supuesto. En 2024 se cumplirán 20 años desde que empezó a crear la serie Abu Ghraib, basada en las fotografías de prisioneros torturados tomadas en la infame prisión de Irak. Unos años antes, pintó La muerte de Pablo Escobar, que muestra el asesinato del líder del Cartel de Medellín, junto con arte relacionado con los días oscuros de la violencia relacionada con las drogas en Colombia. ¿Qué lo impulsó a crear estas obras políticas y a influir en el debate público?
En el momento de los hechos, cuando me enteré de las torturas de Abu Ghraib en Irak, yo sentí la necesidad de decir algo al respecto, pues la indignación que me produjo esa atrocidad fue abrumadora, y me sorprendió que pocos artistas lo hubieran hecho.
Durante más de un año no pinté otra cosa, y completé una serie entera de óleos y dibujos que doné a la Universidad de California en Berkeley y a la American University en Washington. En todo caso, al concluir ese trabajo pude comprobar, una vez más, que el estilo es lo más importante, pues los artistas que tienen una verdadera convicción estética pueden tratar cualquier tema y siempre se sabrá quién lo hizo. Por el estilo.
Tras leer sobre el escándalo de abusos en la prisión iraquí de Abu Ghraib en 2004, en el que el personal de seguridad estadounidense torturó y fotografió a detenidos, Fernando Botero creó una serie de pinturas y dibujos basados en las imágenes.
Es verdad que también hice una serie dedicada al tema de la violencia en Colombia en la década de 1990, y en esa ocasión pinté guerrilleros, esmeralderos, paramilitares y narcotraficantes, incluyendo al criminal Pablo Escobar en el momento de su muerte. Para entonces Escobar ya pertenecía a la mitología nacional, y lo pinté derribado sobre el techo de una pequeña casa, semidesnudo.
No creo que el arte puede cambiar la realidad, pero sí puede dejar un testimonio en la memoria colectiva de la humanidad. El cuadro político más famoso de la modernidad, “Guernica” de Picasso, no impidió que Franco permaneciera en el poder casi 40 años más, pero hoy tenemos presente el horror de esa tragedia gracias a esa obra maestra.
Así que realicé ambas series porque sentí una obligación moral, pues yo no podía permanecer callado ante tanta barbarie, y porque creo que el arte sí puede servir para que nunca olvidemos los horrores del pasado, y para que la gente nunca acepte lo inaceptable.
Alguna vez dijo en una entrevista que usted representa lo contrario de lo que está sucediendo en el arte hoy. ¿Qué opina del arte moderno hoy en día?
Una vez alguien dijo lo siguiente: “Para hacer arte se necesita hacer algo que se parezca al arte”. Lo que se hace hoy no se parece al arte. El problema es que dentro de unos siglos, cuando los arqueólogos excaven las ruinas de nuestras grandes ciudades, les costará trabajo descubrir, entre todo lo que encuentren, qué era el arte de este tiempo. Mucho será indistinguible de lo que hallarán en los basureros. Eso no era así antes. En otros tiempos, cuando un campesino descubría en un potrero los restos de una escultura antigua o una vasija, de inmediato él sabía que eso era algo valioso, que era una obra de arte, y lo sabía así esa persona no fuera culta o educada. El arte era tal que para cualquier persona su calidad y valor saltaban a la vista.
Eso no sucede con lo que se hace en la actualidad, con lo que hoy se hace pasar por arte.
¿Sigue pintando?
Todavía trabajo todos los días. No en el gran formato al óleo que hice toda mi vida, pero sí en pequeñas acuarelas que me dan un gran placer. Así empecé y ahora, al final, es como volver a casa.
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