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Foto: Agencias .
*El fin de los balazos no trajo abrazos
Antonio Navalón . | Ciudad de México | 09 Sep 2024
Han sido más de 50 años de vivir con eslóganes y de interminables promesas de campañas que quedan en eso… en promesas. Han sido décadas de esperanza y de imaginar castillos en el aire. Nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de pobreza, mediocridad y necesidad. Nos despertábamos con cada toma de protesta ilusionándonos en que las cosas serían mejores y nos íbamos a dormir, seis años después, desilusionados y con la misma historia de siempre.
México, nuestro bello y bondadoso pueblo, siempre se mereció y se ha merecido más. Espera tras espera, la desesperación está empezando a asomarse tras la sombra de la grandeza y esa desesperación puede llevar a un escenario bastante preocupante. Como dijo don Jesús Reyes Heroles: “Pensemos precavida y precautoriamente que el México bronco, violento… no está en el sepulcro; únicamente duerme, no lo despertemos”. Asimismo, quien fuera secretario de Gobernación de López Portillo alertó que en el momento en el que el México bronco despertara, todos seríamos derrotados. Esperando y desesperando hemos construido un país sin esperanza basado en el dicho de algunos sicarios: “Prefiero vivir poco, pero bien, que mucho y jodido”.
Lo que está pasando no sé si sea suficiente para conmover al mundo, como le pasó a John Reed cuando escribió su célebre libro México insurgente, en el que describió una serie de experiencias personales y crónicas acerca de la revolución de nuestro país. Pero, lo que sucedió en el pasado, de golpe, adquiere una enorme relevancia en el presente. Lo único que hace falta es cerrar los ojos, oír los gritos enardecidos de la mayoría y saber –como ha pasado en otros países y en otros momentos de la historia– que los parlamentos se sustituyen por los estadios y que los pueblos no duermen en función de todos los desvelos que han ido acumulando durante siglos buscando justicia.
Lo peor que se puede hacer en este momento es confundir el balance de la época que termina con las expectativas que se tienen –y que es legítimo tener– de cara a la época que está por empezar. Llegó el momento de sacar las cuentas y de sacar el balance de lo que pasó con los ojos centrados en el nuevo escenario del que somos testigos. En este sentido, lo mejor que puede hacer un gobierno –teniendo en cuenta los niveles de pobreza y la situación actual– es apoyar a los más desfavorecidos. Sin embargo, este apoyo no puede ser a costa de limitar o quitar los estímulos de aquellos que tienen la voluntad de impulsar y desarrollar el futuro de un país –dejaría al país en una situación muy comprometedora–.
Las oportunidades históricas, al igual que como pasa con los intereses personales, tienen un ciclo y una vigencia. Dicho esto, es necesario saber que el ciclo que ahora comienza –teniendo ya definidos a todos los actores que liderarán la próxima administración– se trata de un ciclo que, tras obtener una histórica votación, debe incluir los capítulos y suspiros de la esperanza de un pueblo que anhela ser mejor. Naturalmente, es muy importante poder valorar la herencia recibida y tener en cuenta el margen de juego que está permitido.
Estamos en medio de la creación de una revolución que cada día se hace más notoria y que se define por tres tendencias fundamentales. Primero, el papel de los cárteles y la subvención del orden político, social y económico a caballo de casi 200 mil asesinatos en el transcurso de un sexenio. La violencia siempre ha formado parte de nuestras vidas, sin embargo, nunca se había respirado tanta violencia en las calles como en la actualidad. Al grado de que el de López Obrador es el sexenio más violento de la historia de México. Y todo bajo una política que no dudo que estaba bien intencionada, pero cuyos resultados no sé a quién le han dado algún beneficio, no sé si hay que ser de Sinaloa o de Jalisco para sentir alegría. Sencillamente, el fin de los balazos no trajo abrazos, al menos para una gran parte de los ciudadanos de este país.
Segundo, habrá que acostumbrarse a vivir con el triunfo del pueblo y una de las razones principales para poder vivir será habituarse a no sacar las cuentas de los costos que se van a producir en los ajustes de la realidad desde la que partimos y hacia la que nos dirigiremos a partir de aquí.
Prohibido pensar quién pagará o cuestionar de dónde saldrá el dinero para mantener los estómagos y los espíritus en paz. Prohibido teorizar sobre que no es sólo que lo mejor está por venir, sino que lo mejor ya llegó y esto significa que todos podemos ser todo lo que queramos o nos propongamos. Y es que, lo que está pasando hoy en el mundo, es el fin de las transiciones.
Por último, al igual que el primer día de la celebración de los juegos romanos que constituían el nacimiento del nuevo imperio y dejaba en el pasado todo lo sucedido anteriormente, en México ya hemos acabado con el concepto siempre injusto, siempre innecesario e insatisfactorio que es el de la justicia. Hemos cambiado un sistema con un mal funcionamiento por un salto en el vacío confiando –como en el caso de la violencia– en que al final somos buenos y que, debido a nuestra bondad, no solamente triunfaremos, sino que los jueces dejarán de ser necesarios en nuestro país. Y es que los jueces, que ya se han o los han convertido en personajes impopulares y con cuestionable reputación, serán electos de acuerdo con el ánimo o sentir del pueblo. Esto hará que el ejercicio judicial en México se lleve a la práctica sin ninguna cortapisa ni posibilidad de corrupción.
Las revoluciones han vuelto –no sé si para quedarse– y se trata de revoluciones que básicamente están construidas sobre el sabor amargo de todo lo que no salió o de todo aquello que se prometió y nunca se cumplió. Hoy ya es ayer. El pasado ya se está repitiendo y ahora no nos queda más que acostumbrarnos a vivir sobre las olas gigantescas de la ilusión, sacrificado la imagen de cómo se llega a las playas y, en caso de lograr llegar, con qué nos encontraremos. Es un mundo nuevo. Un mundo cadente y en el que, de no hacer nada, será cuestión de tiempo para tocar fondo.
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