Los eventos violentos en Sinaloa –tanto la presente guerra entre facciones como los llamados “Culiacanazos” y su antecedente en 2008– no son incidentes aislados. Son piezas de un proceso continuo y complejo de reajuste en las relaciones de poder, donde se entrelazan actores políticos y delictivos. Este proceso, marcado por cambios de régimen y la reconfiguración de acuerdos entre el poder formal y criminal, sigue desafiando la estabilidad de la región. Nos empuja a cuestionar las estrategias de seguridad y las políticas públicas que, lejos de resolver el conflicto, son insuficientes para una realidad que evoluciona con la violencia.
En 2008, Sinaloa vivió una guerra abierta entre los Beltrán Leyva y la alianza de Joaquín “El Chapo” Guzmán con Ismael “El Mayo” Zambada. Aquella disputa transformó a Culiacán en un campo de batalla: toques de queda autoimpuestos, ejecuciones en las calles y una población que, paralizada por el miedo, veía a su ciudad convertirse en escenario de una guerra entre antiguos aliados. Los Beltrán Leyva, desplazados del territorio, cedieron ante la alianza entre “El Mayo” y “El Chapo”, que se consolidó como el grupo dominante en la región.
Sin embargo, esa victoria no significó la paz para todos. A pesar de consolidar su hegemonía, el periodo que siguió estuvo marcado por un incremento en las desapariciones forzadas. La violencia no se fue, sólo se ocultó un poco. El narcotráfico mantuvo su control territorial y social, en gran parte por un frágil equilibrio de acuerdos tácitos y explícitos entre políticos, empresarios, y hasta líderes de instituciones –la universidad incluida. En ese orden, la delincuencia organizada impuso sus propias reglas, comprando silencios a cambio de una aparente estabilidad.
Con el cambio de régimen en el gobierno federal, las estrategias de seguridad en Sinaloa también se transformaron. Bajo la presión de Estados Unidos, con su política prohibicionista de las drogas y la táctica de “ir por las cabezas” de los líderes del narcotráfico, particularmente por aquellos acusados de traficar fentanilo, se produjeron una serie de golpes que fragmentaron la estructura de poder. Los “Culiacanazos” de 2019 y 2022 fueron ejemplos claros de cómo las facciones criminales, en un intento por conservar su influencia, paralizaron la ciudad. Estos eventos representaron actos de resistencia ante la desintegración de los acuerdos que sostenían el orden en Sinaloa.
En 2024, la captura o entrega de “El Mayo” Zambada ha desatado una nueva brecha en ese delicado equilibrio. Lo que antes era una alianza entre “Los Chapitos” —hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán— y la facción de “El Mayo” se convirtió en una guerra abierta por el control total del territorio. Ninguno de los dos grupos está dispuesto a ceder, lo que ha dejado a Culiacán paralizada de nuevo, atrapada en una lucha por el poder que tiene como escenario las calles de la ciudad.
Lo que convierte esta guerra en un conflicto en esencia urbano no es sólo la violencia, sino el control territorial que “Los Chapitos” establecieron en la ciudad, en particular en las periferias. Colonias populares, fraccionamientos de interés social alejados y las rancherías cercanas a Culiacán son bases de operación para estos grupos delictivos, que supieron aprovechar los vacíos de autoridad y la exclusión social para consolidar su dominio. Culiacán, con su historia de inequidades y conflictos sociales, ha sido un terreno propicio para el anclaje de la ilegalidad. En estos territorios, la falta de oportunidades y el olvido son el caldo de cultivo perfecto para que los grupos criminales compren simpatías y recluten jóvenes con promesas que trascienden lo económico.
El culto al narcotráfico, alimentado por símbolos de poder, lujo y grandes aventuras, seduce a generaciones de jóvenes. Estas promesas, que juegan con el imaginario de una vida de riqueza y reconocimiento, ofrecen una opción tentadora para aquellos que buscan estatus y pertenencia en una sociedad que los relega al margen. Así, los grupos criminales se posicionan no sólo como fuente de ingresos, sino como una vía hacia un reconocimiento que difícilmente encontrarían en otras esferas de la vida lícita.
Sin embargo, estos jóvenes son considerados piezas desechables en la maquinaria de la delincuencia organizada. Son utilizados por los líderes como soldados en su guerra, considerando que su vida tiene poco valor más allá de su utilidad inmediata. Para muchos de estos jóvenes, la promesa de poder y pertenencia se desvanece con rapidez, dejando en su lugar una realidad mucho más brutal: son carne de cañón, entrenados para matar y morir sin que sus vidas signifiquen más que un número en las estadísticas de la violencia. Es una dinámica de explotación no tan distante de la que se desarrolla en otras economías, incluso en las lícitas. Al igual que en tantos sectores productivos, las vidas de estos jóvenes son vistas como intercambiables, despojadas de su humanidad, y reducidas a su capacidad de generar valor dentro de un sistema que los consume y desecha sin remordimientos. La violencia y el crimen organizado replican, en su forma más cruda y visible, las mismas lógicas de explotación que prevalecen en otros ámbitos, donde lo que importa no es la vida, sino su utilidad momentánea.
Culiacán, inmersa en una dinámica histórica donde los acuerdos entre el poder político y criminal han marcado el ritmo de su vida cotidiana, se convierte en el escenario perfecto para que estas disputas se intensifiquen. La violencia aquí no es sólo una consecuencia del narcotráfico, sino la manifestación de un ciclo de poder que se reconfigura de manera constante. Con cada captura, muerte o detención de un líder criminal, el tablero de control territorial cambia, dejando a Culiacán, una vez más, atrapada en el fuego cruzado de intereses que van más allá de la simple disputa por el narcotráfico. Es el resultado de una historia de exclusión, donde las fracturas sociales abrieron las puertas a la ilegalidad y violencia como formas de vida.
Culiacán no sólo es el escenario de una disputa territorial, sino el producto de una historia más intensa de inequidades y reconfiguración constante del poder. Lo que hoy parece una guerra entre facciones es, en realidad, la manifestación de un ciclo de violencia que se nutre de un sistema en el que la ilegalidad echa raíces en las periferias olvidadas y en las aspiraciones insatisfechas de los más jóvenes. Aquí, las alianzas entre el poder político y criminal moldean la cotidianidad, y cada captura, muerte o ruptura de acuerdos no hace más que ajustar el tablero del control territorial. Mientras las fracturas sociales no se cierren, y los intereses delictivos sigan encontrando terreno fértil en el vacío que deja la falta de oportunidades, Culiacán seguirá atrapada en el fuego cruzado de una violencia que no tiene fin a la vista.
Iliana del Rocío Padilla Reyes
Profesora en la Escuela Nacional de Estudios Superiores Unidad Juriquilla, UNAM