Castellanos ofrece un antídoto: encontrar otro modo que no se llame Safo ni Magdalena. Una forma de vivir que todavía no se nombra, que espera paciente su elaboración; otro modo de ser humano y libre, canta el poema. En esa posibilidad se alberga una de las apuestas del psicoanálisis.
¿Qué le trae a consulta?
Analizarse es un proceso incómodo desde el principio. La pregunta inaugural de la entrevista expone al consultante: precisa hablar sobre qué le aqueja. También inquieta la petición de asociar de manera libre, decir lo que a uno se le ocurre sin los topes de la moralidad o lo políticamente correcto. El analista no entrega un cronograma de trabajo por sesión con objetivos precisos. Frente a la solicitud de guía, consejo, distinción entre bien y mal, guardará silencio.
En nuestro contexto se espera que la terapia arregle el modo de relacionarnos con los demás. Al final del proceso, como si fuese un arcoíris, se espera el tesoro: la garantía de que, en adelante, las relaciones serán siempre exitosas, adversas al conflicto o desacuerdo, equilibradas, simétricas y correspondidas.
Además, es notable que hoy en día atender la salud mental implica llamar al amor propio, que se muestra y publicita en internet como una eufórica pasión por sí. Hay que domesticar a la fiera –el defecto, agresividad, ambivalencia– orientando la voluntad hacia la intención correcta y los objetos y metas deseables en sí mismos; domada la bestia se desvanece una serie de contradicciones que nos impiden, bajo esta lógica, amar como es debido. El trabajo terapéutico se vuelve insignia de una transparente autoconciencia que indica el progreso personal hacia lo mejor.
El análisis no responde a nuestro malestar buscando llegar a estos lugares, sino cuestionándolos, por lo que no se espera de él la solución última a las tensiones humanas. ¿Por qué apostar, entonces, por un espacio que no responde a las demandas sistémicas de cura, sino que incomoda en varios momentos?
En palabras propias
Ningunear el sufrimiento que lleva a alguien a análisis es demeritar lo agudo de la subjetividad. La vivencia histérica era tan avasalladora como fue la apuesta de Anna O1 por poner en propias palabras lo que le pasaba, sin dejarse atropellar por las puntuaciones del médico. Así, y aludiendo a Elisabeth Roudinesco en ¿Por qué el psicoanálisis?, es legendario que la voz fundacional de la cura por la palabra fuera de una mujer y no de un científico. Freud teoriza que expresar el sufrimiento permite, al menos, tomar conciencia de su origen y asumirlo.
Analizarse tiene que ver con elaborar un discurso sobre lo que nos pasa, donde nos implicamos desde diversos lados. Y es que la talking cure es un blablablá particular que lleva a ser consecuentes con la indicación del Oráculo de Delfos. La exigencia de conocerse va acompañada siempre, dice Foucault en Hermenéutica del sujeto, de ocuparse de uno mismo (épiméleia en griego). Este sustantivo refiere a un modo de enfrentarse al mundo y relacionarse; además, precisa una forma de atención, “que uno reconvierta su mirada y la desplace desde el exterior, desde el mundo, y desde los otros, hacia sí mismo”.
Al mismo tiempo, épiméleia denomina un modo de actuar que modifica y transforma al mundo. En ese sentido, el psicoanálisis sostiene esta ocupación en la que se admite una pregunta que moviliza muchas cosas: ¿se puede vivir de otro modo? Donde vivir y otro modo se dicen en sentido amplio porque es posible “eliminar” o subsumir el malestar sin que nada, de hecho, cambie en la vida.
Ocuparse de la discordia
El asunto de ocuparnos de nosotros mismos, el núcleo de lo que está en juego al ir a análisis, se ennmarca en una dificultad de relación con otros. En un texto temprano del desarrollo teórico freudiano, El proyecto de psicología para neurólogos, se ensaya una explicación de esa dificultad haciéndola una piedra angular de lo subjetivo. Entre las múltiples tensiones bajo las que se encuentran los sistemas de neuronas que imaginó Freud, está la que se deriva de la indigencia bajo la que nacemos.
El bebé es frágil y depende de que otros, asimétricamente más capaces, le provean lo básico para subsistir. Dichos proveedores, con sus intermediaciones, alivian aquel dolor inmenso del hambre, frío, limpieza y le acogen frente a los crueles y constantes estímulos que le perturban. El lugar que ocupan es primordial. Pero, a la vez, sigue siendo otro. Percibir esta diferencia puede ser ominoso: aquel que me es tan familiar es, a la vez, desconocido.
Algo se descoloca en este proceso, algo que jamás volverá a su lugar, pero que regresará de otros modos. Se puede afirmar que este otro (familiar y desconocido) será, al mismo tiempo, el primer objeto de satisfacción y el primer objeto hostil. Así, desde sus inicios, la concepción freudiana de la subjetividad resalta cierta discordia y ambivalencia. Esta posición se refleja en colocar al inconsciente, la sexualidad y la muerte como el corazón de la experiencia humana.
De nuevo, el psicoanálisis propone una relación compleja con un otro. El inconsciente es un
lugar distinto de la conciencia, escribe Roudinesco, habitado por pasiones, imágenes y atravesado por disonancias, desacuerdos, dilemas y mandatos de los cuales no queremos saber nada, pero que operan para sostener nuestro sufrimiento.
Comprometerse al propio espacio analítico implica dejar de pedir que el malestar desaparezca rápido; es hacerle espacio al cuerpo, que hable, vivirlo: ¿qué le pasa? Querer analizarse pone en riesgo lo inadvertido de algunos modos con los que nos las arreglamos con el mundo.
Obediencia furtiva
En el recorrido analítico hacemos frente y nos las arreglamos con una alteridad conflictiva que, además, nos regula. Por tanto, una de las vías analíticas transita los mandatos que al cumplirlos, subyugan. De 1949 a 1953, Marie de la Trinité, una religiosa mística, eligió a Lacan como su analista. Su malestar venía por un conflicto (en principio irresoluble) entre su vocación contemplativa y su voto de obediencia.
El análisis trajo al frente la asfixia que le producían, durante la infancia, las exigencias de perfección de su madre y un remordimiento abrumador por no cumplir con aquel ideal. Así, en el escrito encargado por Lacan, titulado De la angustia a la paz, la religiosa asume que “estas enfermedades en la infancia pueden después crear nidos de angustia y ambivalencias paralizantes, es decir, tendencias contradictorias las cuales tanto una como la otra dominan, con –siempre– la angustia de dejar una para elegir la otra y recíprocamente, las dos juntas, es imposible.” La elección entre la vida activa y la vida contemplativa era también la decisión entre la obediencia y algo más que la angustió y llenó de obsesiones durante años.
¿Por qué no decir, de una vez, que había que apostar por desobedecer y ya? Porque no daría cuenta de lo propio de esa subjetividad frente al mandato de obediencia. Dicha propiedad, en este caso, se relaciona con la capacidad (o no) de rezar y la estabilización que producía.
El mandato de obediencia, por otro lado, no sólo remite a la madre, sino a la posible renuncia de su lugar en el mundo: la orden religiosa dominica. La carta que Lacan le dirige sugiere una solución otra al dilema: “mi finalidad no es enseñarle a franquear ese lazo (la obediencia), sino descubriendo lo que lo ha convertido para usted manifiestamente tan patógeno, permitirle satisfacerlo en adelante con toda libertad.” Se trata de obedecer de otro modo.
En su estudio sobre Marie de la Trinité, Carmen Lafuente menciona que en uno de sus cuadernos la religiosa reconoce que la posibilidad que le dio su análisis de obedecer con matices –a saber: no en todo– la alivió. La solución al conflicto no llegó al eliminar de tajo su malestar, sino en su indagación.
En Elogio del riesgo, Anne Dufourmantelle dice que la desobediencia está yuxtapuesta a la capacidad de transformación y subversión del lenguaje. Apostar por una cura hablada es exponerse a que un traspié cambie todo, de que caiga algo. Pausar el mandato, cuestionarlo; atravesar el mundanal ruido para llegar al ojo del huracán, un espacio propio donde se descubre que también se puede obedecer a sí. O, de manera análoga, desobedecer es dar un paso lateral, salir del falso dilema. La posibilidad de rebelarse u otra obediencia abre caminos para moverse hacia lo distinto. Sin embargo, un acto de ese tipo desencadena cataclismos.
Espacio de suspenso
En el mismo libro, la autora trata el riesgo del suspenso en un análisis. La asociación libre requiere desatar el hilo narrativo del discurso para dar lugar al equívoco y otras operaciones del inconsciente. Para sostener ese locus discursivo del análisis conviene alejarse de las posturas fijas que ofrecen certezas sobre lo que nos pasa y por qué. Apela a una ceguera parcial en la que, de mantenernos, aparecen “otros asuntos, otras orillas y límites”. Suspender la acción o respuesta lógica e inmediata desvía a la neurosis (entendida como un conflicto psíquico que produce malestar), de uno de sus puertos seguros: devolver lo desconocido a lo conocido. Es decir, encontrar siempre referentes familiares para tratar cualquier cuestión. Permite reconocer que la vida no está domesticada, ni nos es enteramente conocida ni controlable. Tal es, por ejemplo, el caso del enamorado.
Algunas operaciones del analista, como el silencio o la abstención de guía, se presentan, aquí, como posibilidades analíticas. La no-respuesta invita al analizante a ocuparse más allá, a lidiar con las contradicciones insoportables que tiene dentro, en el entendido de que sólo el consultante puede resolver algunas y asumir otras como parte de vivir.
Así, en esta escucha particular se despliega una verdad que no es objeto de la deuda: no puede exigirse. Es algo de la verdad del sujeto, de aquello también íntimo y ajeno que llega de repente, como una carta de amor. La suspensión trata de “no obstruir nada, observar, pacificar. Dejar que se despliegue el pensamiento, explayarse, deshacerse de sus escorias. Entonces el mundo se aliviana.” Es en la habitación de este espacio donde surge el deseo que orienta a la vida.
La otra cara de lo vivo
La ocupación de uno mismo del psicoanálisis, que se da en el consultorio, inaugura una temporalidad particular. Hablar de la historia propia y de lo que nos pasa demanda un lugar distinto a lo rutinario. En principio, la épiméleia precisa dejar de hacer otras actividades cuya productividad, en la lógica de lo cotidiano, es mayor. Dicha disposición y la puesta de la palabra desde la primera entrevista producen un tiempo que los griegos llamaban kairós, el instante preciso. La pregunta se ensancha, abarca más que la productividad o la efectividad, cambia a la persona.
Dice Roudinesco que en las encuestas del siglo pasado casi ninguna persona en análisis reporta sentirse curada de sus malestares. Sí hablaron, en cambio, de transformación en puntos álgidos de sus vidas, así como en la conflictiva relación con los otros. La tensión con la alteridad no se destruye, sino que, se asume desde un lugar que no pretende devolverla a lo conocido: se transforma. Vivir de otro modo implica preguntarse por aquel que desconozco y no puedo asir, pero con quien hago lazos a pesar de eso infranqueable.
La invención de un camino en cada análisis pide la topografía de una historia llena de laberintos, reveses, descubrimientos y referencias que comenzarán a perderse hasta dejar de saber los motivos mismos de consulta. Quizá Eurípides tiene razón y la huida de la inherente hibris humana no es posible. Pero sí hacerle frente sin sacarse los ojos; no sacarlea lo horroroso, a la falsa inocencia que disfraza no avivar el seso ni despertar a enterarse. Aquí una apuesta.
Para desobedecer ciertos mandatos hay que reconocer su papel en nuestro malestar: a la vez que nos garantizan sufrimiento, también nos dan certezas y estabilidad en un mundo aleatorio. Parte del alivio es desprenderse de la certidumbre, de lo que hasta entonces se pensaba como lo más valioso de esa vida para que aparezca otro tipo de ausencia. Una radical, un vacío que permite el tránsito y evita el agua estancada; que moviliza al amor, al vínculo y a la vida. Un lugar de las otras caras: el juego, el buen humor, el paso lateral, zafarse, habitar la contradicción, sensibilizarse en lo profundo sin devastación mortífera, el otro en su diferencia.
Montserrat Fernández de Bergia
Filósofa por la Universidad Panamericana, estudió la maestría en Teoría Psicoanalítica en el Colegio de Psicoanálisis Lacaniano.
1 Anna O., cuyo verdadero nombre era Bertha Pappenheim, fue una paciente clave en el desarrollo del psicoanálisis. Su tratamiento mediante la "cura por la palabra" con Josef Breuer sentaron las bases para el enfoque terapéutico de Sigmund Freud, convirtiéndose en un caso emblemático de la teoría psicoanalítica.