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*Testimonio de una mexicana en Tokio cuando el terremoto, el tsunami y sus réplicas
Agencias . | Ciudad de México | 27 Mar 2011
Después de dos días en Kyoto y tres en Tokio, regresaba a México con la certeza de que Japón era inmune a cualquier cosa, protegido como está por una economía tan grande como su cultura.
Hasta que un terremoto de nueve grados Richter me recordó lo poco que puede hacerse contra la fuerza ancestral de la naturaleza: cuando las placas tectónicas del Océano Pacífico decidieron reacomodarse, salía yo del metro Asakusa, con paso acelerado para no entorpecer el ritmo de los tokiotas, en dirección a los templos budistas de Senso-Ji.
El ensordecedor ruido de los cables eléctricos rotos fue interpretado por mi subconsciente como el paso de uno de tantos trenes en Tokio.
Luego, hubo un grito de mujer, la pérdida repentina del equilibrio y las persianas estrellándose con fuerza contra los cristales.
Di tres torpes vueltas sobre mi propio eje y me prendí del brazo de un joven japonés que caminaba con risa nerviosa junto a sus amigos.
Como muchos otros, nos fuimos al centro de la avenida.
Se respiraba desconcierto e incertidumbre, pero el pánico nunca llegó.
Varios intentaban hacer llamadas telefónicas mientras todos nos preguntábamos cuánto más iba a aguantar el delgado y alto edificio que oscilaba frente a nosotros.
Cuando terminó el temblor me despedí de mis improvisados acompañantes, aquellos que surgen en situaciones extremas cuando el idioma, el origen o la edad son irrelevantes. Caminé un par de cuadras. En unos segundos la mayoría de los japoneses contaban otra vez con canales de noticias al alcance de sus celulares y, con igual rapidez, se saturaron las líneas telefónicas.
SACUDIDA Y CON FRÍO
Cuando llegué a los templos los turistas comentaban lo sucedido. Caminé entre ellos, buscando identificar a algún otro mexicano. Mi búsqueda fue interrumpida por el crujir de una pagoda de cinco pisos, la segunda más grande de Japón; mi mirada, junto con todas las demás, no se podía apartar de aquella construcción de casi mil 500 años que resistía el segundo terremoto del día. Junto a mí un par de japoneses se inclinaron hacia una estatua del Buda. Tan pronto pude caminar de nuevo, salí en busca de un medio que me permitiera comunicarle a mi familia que estaba bien. Llegué a un teléfono público, pero había casi un kilómetro de fila. En el camino a ésta me encontré con un local de karaoke que transmitía noticias en la pantalla de uno de sus aparadores. Sólo entendí la palabra tsunami acompañada de escenas devastadoras. Me distrajo el que una japonesa, en perfecto español, servía de traductora a un par de hispanohablantes. Nos informó que el tsunami estaba al norte y que se esperaban más réplicas. Todavía no se sabía del incidente en las plantas de energía nuclear.
Quise regresar a la estación Asakusa, al igual que pensaron otras decenas de personas que ya esperaban sentadas afuera de las grandes puertas cerradas.
Caminé sin rumbo, entre la incertidumbre y la calma de los japoneses, tan impresionante como la infraestructura de Tokio, que resistió casi por completo al séptimo terremoto más fuerte de la historia.
En una oficina de turismo me mostraron en el mapa el único lugar en la zona con internet y computadoras. Al llegar al local, que se encontraba en un cuarto piso, me llevé la sorpresa de que se trataba de un club de aficionados al manga. Mis explicaciones recibieron como respuesta una sonrisa y una equis formada con los brazos: “No english”.
En lenguaje corporal el intendente me dio a entender que tenía que hacerme miembro para hacer uso del internet. Un par de minutos después me encontré sentada frente a una computadora con una tarjeta que me acreditaba como socia de un club de cómics japonés.
Sacudida por otra réplica que omití en mi correo, le escribí a mi familia. Regresé a la calle; allí me sentía más segura, y volví a la oficina de turismo a preguntar cómo llegar a mi hotel, al otro extremo de la ciudad. Me marcaron la ruta que tendría que seguir en autobuses. El Metro no volvería a abrir por hoy. Caminé hacia la parada de autobús con la energía provocada por mi ingenuo entusiasmo, el que se esfumó al encontrarme con otra larga fila. Los autobuses pasaban cada media hora, pero cargaban a sólo un par de pasajeros a la vez, mismos que parecían tener que aguantar la respiración para que la puerta no les rebanara la nariz al cerrarse. Cayó la noche, y con ella el frío. La fila se reducía, más por quienes se rendían y la abandonaban que por la cantidad de personas que abordaban el autobús. Después de casi dos horas de espera, un par de sonrisas intercambiadas con mi vecina de fila hicieron que pasara de sus hombros a los míos una gruesa cobija de lana y un parche de calor. A pesar del frío me sentí acompañada.
Así estuve hasta que no pude más y abandoné la fila para entrar, con ojos llorosos, a un local de fideos. Me quedé allí una hora más, leyendo y disfrutando del calorcito de la sopa y del local, sin saber cómo emprender mi camino de regreso al hotel. En la calle se estancaba un tráfico inerte que eliminaba la opción de tomar un taxi. Volví a la estación de autobuses. La fila había desaparecido, pero cuando le pregunté al primer chofer que se paró si me podría acercar a la estación de Tokio, el conductor me respondió con la misma cruz: “No english”. Quise descender, frustrada, cuando un estadunidense residente en Japón me aconsejó desde la ventana que subiera al autobús, me acercara o no al hotel, pues además de moverse, me salvaba un rato del frío. Allí los pasajeros me informaron que algunas líneas del Metro ya estaban funcionando. Me bajé cinco minutos después, en la estación de Suehirocho, para tomar la línea que me acercaría a mi hotel. Encontré allí a unas 20 personas sentadas pacientemente en periódicos. Me reconfortaban al pensar que, si no podía llegar a mi hotel, cuando menos tendría un techo para esperar el funcionamiento del transporte. Tome el saturado convoy hacia Shibuya, y me encontré allí con una masa impenetrable de pasajeros que esperaban espacio en algún vagón del Metro.
Salí en busca de un taxi. En la calle había el mismo tráfico inerte de dos horas antes. Regresé a la estación con la mente en blanco. Un policía me informó que ya se habían abierto más líneas del Metro y me mostró la ruta más recomendable: ir en la naranja hacia el norte, cambiar a la verde, regresar dos, bajarte en la gris, caminar a la de la morada, bajarte en la sexta, etcétera.
Pasé una hora y media entre filas y vagones a reventar hasta llegar a la estación, desde la cual caminé a mi hotel con paso acelerado hasta terminar en una carrera maratónica que me regaló un poco de calor. Abrí la puerta de mi cuarto y me aventé a la cama con un cansancio que le ganó la guerra a pensamientos y emociones.
EN LA EMBAJADA, BRAZOS ABIERTOS
Me desperté a las seis de la mañana con una llamada de la Embajada de México preguntando si estaba bien. Me comunicaron que mi vuelo de ese mismo fin de semana se había cancelado y que el siguiente sería, con suerte, el lunes. Poco después recibí una llamada de mi familia. Ellos me informaron del peligro radioactivo. Las imágenes de Fukushima en la televisión contrastaban con las de Tokio bajo mi ventana, con la misma energía y vida que había percibido los días previos al desastre.
Salí a desayunar con la idea de regresar a mi cuarto y esperar al lunes. Pero el primer día soleado de mi semana me impulsó afuera, y descubrí que el funcionamiento de la ciudad, tan sincronizado como el de un reloj, se fundamenta en la disciplina de sus habitantes: pasé el día en Shinjuku, uno de los barrios con más energía, en el que, a pesar de varios museos cerrados, las calles seguían igual de transitadas, y entrar a cualquiera de las enormes tiendas departamentales, de electrónicos y de manga era como estar de compras el 23 de diciembre. A pesar de todo no encontré una sola computadora con internet. Por dos días mi fuente de información fueron los noticieros y periódicos locales.
Me despedí del sábado con una réplica nocturna y amanecí el domingo con otra. En la calle, la mayoría de los peatones parecía desconocer o ignorar los temblores bajo sus pies. En mi último día en Tokio visité la Embajada de México, en el barrio de Akasaka, donde me recibieron con los brazos abiertos, un café, comida, español y compañía. Me despedí del personal, incluido el embajador Miguel Ruiz, para no interrumpir más el trabajo que implica localizar a los dos mil mexicanos que residen hoy en Japón, pero mis 15 minutos allí fueron como un largo descanso.
Por fin llegó el lunes. Salí de bañarme y, aún en toalla, sentí otra réplica. Me vestí tan rápido como pude y me dirigí, cargada de dos maletones, hacia el Metro que me llevaría a Sinagawa, la estación de los trenes al aeropuerto. Llegué sonriente a la fila de la taquilla para enterarme de que, temprano, habían cerrado la ruta al aeropuerto de Narita debido a la falta de energía como consecuencia de la falla en los reactores. Me dieron la opción de buscar lugar en uno de los atestados autobuses que salían de un hotel a dos cuadras. Corrí, atravesando calles y masas humanas, para encontrarme con un gran letrero a la entrada del hotel que decía: “TRANSPORT TO NARITA AIRPORT: CANCELLED”.
Al conseguir el teléfono de la Embajada me contestaron con determinación: “Toma un taxi ahorita. Es muy importante que te subas a ese avión”. Dos horas y muchos dólares después facturaba mi equipaje en el primer vuelo de Aeroméxico, preguntándome en dónde se encontraba el caos que esperaba ver detrás de los escritorios de las aerolíneas.
Tras 12 horas de vuelo en el último asiento, en la fila que no se puede reclinar, puse pie en tierras aztecas.
Recogí mi equipaje, pasé por aduana, llené formas, hice cola en Migración y corrí a la salida para caer en brazos de mis papás y mis dos mejores amigos.
Hoy cuento esta historia desde mi casa, infinitamente agradecida con todos aquellos que me acompañaron y que me facilitaron el regreso a casa. Pero este final feliz es independiente a la historia que aún se escribe en Japón, apenas el principio de una cadena de acontecimientos que hoy deja a miles de personas en un sufrimiento inimaginable. Que a aquella solidaridad que me acompañó durante mi experiencia, a ellos los acompañe, siempre, en el apoyo de México y del mundo.
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