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Carmen Aristegui, José Luis Martínez S., una traductora, Rocío Gallegos y Jennifer Clement.
Foto:
*El narcotráfico ha golpeado a la prensa mexicana cobrando la vida de varios periodistas. Por ello el Pen Club organizó en Nueva York una jornada de solidaridad con ellos; aquí la crónica del encuentro
Agencias . | Nueva York, EU. | 31 Oct 2010
Las noticias sobre México impactan al mundo, y también al público neoyorquino. Los ciudadanos que vieron caer las Torres Gemelas temen viajar al sur, y piensan que la violencia está lejos, al otro lado de la frontera.
El encuentro “Las balas censuran a la prensa: una noche en solidaridad con los periodistas en México”, reunió el pasado 19 de octubre a escritores y periodistas en el edificio Cooper Union para demostrar que la realidad es otra.
La violencia está también aquí, a la vuelta de la esquina, y las balas —a decir de uno de los invitados en la mesa redonda— vienen de Estados Unidos.
En los años ochenta, en Chile y Argentina se cantaba un tema de Juan Carlos Baglietto titulado “La censura no existe, mi amor”. La letra, en apariencia muy simple, lo decía todo sin decir prácticamente nada, ya que mezclaba el humor y el ingenio para, a partir de la negación, ir borrándose lentamente, con lo que se sumaba a la larga lista de desapariciones en ambos países. Entonar esa canción era una forma de conjurar el mal, de espantarlo, al menos de momento:
La censura no existe, mi amor
La censura no existe, mi
La censura no existe
La censura no
La censura
La…
En los últimos años la lista de muertos y desaparecidos ha crecido en México, invitando a los profesionales de la prensa a guardar silencio.
“¿QUÉ PRETENDEN QUE PUBLIQUEMOS?”
Ahora estamos en el East Village, barrio bohemio de Manhattan, donde se consumen drogas duras, dato que no se olvida en el edificio Cooper Union. La noche de solidaridad con los reporteros mexicanos, organizada por el PEN Club American Center y el PEN Club México, comienza con saludos y felicitaciones a dos destacados miembros de la organización de escritores: Mario Vargas Llosa y Liu Xiaobo —reportero y escritor chino encarcelado hace casi dos años— por sus respectivos premios Nobel, de Literatura y de la Paz.
Luego aparece en escena una figura estelar: “Soy Paul Auster”, quien se presenta y procede a leer el editorial del 19 de septiembre de El Diario de Ciudad Juárez.
El texto —como hará notar después la periodista Carmen Aristegui—, a falta de otra autoridad reconocible, se dirige a los cabecillas de los cárteles, y les pregunta: “(…) queremos que nos expliquen qué es lo que quieren de nosotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o dejemos de publicar, para saber a qué atenernos”.
Auster lee el editorial y se sienta; su cabeza gris es muy visible entre el público hasta que minutos después desaparece. De seguro no tiene tiempo de escuchar la conversación de los periodistas mexicanos que vendrá después, la que probablemente tampoco le interese mucho. Fragmentos de 2666 de Roberto Bolaño y de Gaseosa de ácido eléctrico de Tom Wolfe se leen a continuación, con lo que se sitúa al periodismo en discursos literarios a los que fácilmente se olvida que pertenece.
Antes de leer al chileno, la novelista Francine Prose se atreve a lanzar el primer dardo contra los asistentes: “El narcoterrorismo no existiría si nosotros, los habitantes de Estados Unidos, no consumiéramos las drogas que se trafican”.
La escenografía es hermosa, el afiche que imita a la estética de un anónimo, tal vez una amenaza, escribe el nombre del acto con letras recortadas de revistas. Los caracteres se agigantan en la pantalla.
NACIÓN LETAL PARA LA PRENSA
Cuando toca el turno de leer al poeta Luis Miguel Aguilar —columnista de MILENIO Diario—, los versos de la traducción se triplican en la pantalla blanca, para seguir con el juego visual que parece plantear el poder de la letra impresa. Aguilar habla de “el México de (Benito) Juárez”, que no es el México de él, y que ha sido una utopía que en estos tiempos de asesinatos masivos y cabezas cercenadas se ha convertido en antiutopía.
En el ejercicio de su profesión, los reporteros mexicanos se arriesgan a ser sobornados o incluso acallados por el narco, como consigna el boletín “Silencio o muerte en la prensa mexicana”, del Comité para la Protección de los Periodistas (CPP).
“La influencia del crimen organizado en prácticamente todos los ámbitos de la sociedad —plantea el texto repartido gratuitamente en la velada— ha hecho de México la nación del hemisferio occidental más letal para la prensa y uno de los lugares del mundo más peligrosos para el ejercicio del humano derecho a la libertad de expresión”.
Aquí está Rocío Gallegos, editora y periodista de El Diario de Ciudad Juárez —periódico que en los últimos dos años ha perdido a dos reporteros—, y a su lado José Luis Martínez S. —editor del suplemento Laberinto, de MILENIO Diario— y Carmen Aristegui, ambos residentes en la capital mexicana.
“El problema no se circunscribe a Ciudad Juárez”, dice Aristegui, y comienza a nombrar los lugares donde los periodistas han muerto o desaparecido. “No hay cifras oficiales; éste es uno de los principales síntomas del problema de la impunidad que acompaña a este fenómeno: un gobierno que es incapaz de identificar el número de muertos. La Comisión de Derechos Humanos dice que 64 periodistas han sido asesinados y 11 han desaparecido en la última década”.
Es el turno de Martínez, quien insiste en que el problema no es sólo de México y, por ello, no puede solucionarse unilateralmente. “La droga que pasa por México llega principalmente a Estados Unidos, y las armas que salen de este país son las que atentan contra los periodistas. Es el momento de que cada uno asuma su responsabilidad”, dice el editor.
Aunque la revista The Village Voice —que se inició en los setentas como un suplemento de la contracultura y que hoy acumula páginas de comercio sexual— ha estado publicando una serie de reportajes acerca de la violencia hacia los inmigrantes mexicanos en el sur de Estados Unidos, los neoyorquinos siguen creyendo que la violencia está lejos, cruzando el río Bravo.
Pero esta falacia comienza a disiparse. Según informa el Voice, una vez que los coyotes dejan a los mojados de este lado de la frontera, el comercio humano empieza cuando son entregados a secuestradores que los hacinan en casas con las ventanas clausuradas y los torturan en cámara para que sus parientes —pobres, la mayoría— paguen su rescate. Como en muchas ocasiones la familia es incapaz de pagar, entonces los matan; cuando los inmigrantes logran escapar, no se atreven a denunciar los hechos por el temor a ser deportados.
“PARA SOBREVIVIR, PUBLICAMOS LO MÍNIMO”
Los roles se trastocan en el estado de emergencia. Los reporteros en México se han vuelto lectores e intérpretes de los mensajes que los narcos inscriben en sábanas y mantas que colocan en calles y puentes, grafitis en los muros, hojas de papel que dejan sobre los cuerpos e incluso escritos en la propia piel de los reporteros asesinados.
Son mensajes elaborados especialmente para los representantes de los medios de comunicación. De acuerdo con el informe “Silencio o muerte…”, el narco dictamina qué es lo que se puede publicar en los medios, y quien transgrede esa norma lo paga con su vida. “Esto les va a pasar a los que no entienden. El mensaje es para todos”, decía la nota dejada junto al cuerpo del reportero de 29 años, Valentín Valdés Espinosa, asesinado en enero pasado.
A comienzos de este año el secuestro de varios reporteros en Reynosa —tres de ellos aún desaparecidos— no tuvo cobertura de la prensa hasta que un periodista de Dallas se atrevió a investigar el hecho. En entrevista realizada por miembros del Comité para la Defensa de los Periodistas, el editor en jefe del diario Norte de Ciudad Juárez esboza una explicación: la autocensura. “Para sobrevivir publicamos lo mínimo. Nosotros no investigamos, la mayor parte de lo que sabemos queda en la libreta del reportero”.
Entre la mordaza y las balas, a Laura Esquivel se le ocurre hablar de la paz y el amor, de cómo los fotógrafos de la Revolución Mexicana documentaron la realidad en tiempos de guerra. Pero éstos son tiempos muy distintos y es otro el tipo de guerra al que se enfrenta la sociedad mexicana, se encarga de destacar en el cierre Jennifer Clement, autora del libro La viuda de Basquiat y presidenta del PEN Club México.
En su texto los mensajes de los narcos alcanzan ribetes semióticos. “Nosotros no matamos perriodistas” (sic), relata Clement que apareció en un grafiti del cártel La Línea tras la muerte del fotoperiodista Luis Carlos Santiago, de apenas 21 años, en Ciudad Juárez en septiembre pasado.
De acuerdo con el CPP, a escala mundial México es el noveno país con mayor índice de impunidad en crímenes contra la prensa.
La historia de Bladimir Antuna es casi una novela policiaca: reportero fracasado, alcohólico y consumidor de drogas, había vuelto a las pistas de la prensa escrita tres años antes de su muerte; su carrera estaba al alza y llevó al periódico El Tiempo de Durango a subir sus ventas.
Se dice que tenía muy buenas fuentes entre la policía y los narcos, que era el mejor para reportear historias delictivas y que le pagaba favores a la policía informándole la ubicación de sembradíos de marihuana, hasta que unas balas segaron su vida en noviembre del 2009. El caso aún está impune y poco se sabe de los detalles de su muerte, al menos públicamente.
¿Quién de sus colegas se atrevería a investigar un caso que no se ha resuelto?
El informe “Silencio o muerte…” habla de los nexos de poder existentes entre las autoridades, la policía y los cárteles de droga en ése y otros estados, y de periodistas cooptados o pagados por el narco y que posteriormente fueron considerados traidores. De seguro, los detalles de la muerte de Antuna y otros reporteros se encuentran escritos a mano, tachados y guardados en la libreta de notas de alguno de sus colegas.
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