16 de Noviembre de 2024
Nacional

El surgimiento de la nueva derecha tecnológica


Foto: Agencias .

*La visión de Young de un mundo dividido en clases cognitivas resurge periódicamente

Revista Nexos . | Ciudad de México | 16 Nov 2024







Al introducir el “desagradable término” que lo hizo famoso, Young escribió que para la década de 2030, “reconocemos que la democracia no puede ser más que una aspiración, y que el poder no está tanto en manos del pueblo como de las personas más inteligentes; no una aristocracia de nacimiento ni una plutocracia, sino una verdadera meritocracia”. Prefigurando medio siglo de discusiones sobre inteligencia artificial y automatización, Young describió cómo los “cibernéticos” modelaron máquinas a partir de las mentes humanas, logrando un gran avance en 1989 cuando una computadora llamada Pamela, con un IQ de 100, se convirtió en el estándar nacional, el patrón de oro de la capacidad cerebral.1


Sin embargo, la meritocracia tenía un problema. Por definición, sólo aquellos en la élite eran capaces de entender a plenitud la necesidad de su propio y alto estatus. La resistencia al nuevo paradigma incluía a religiosos y socialistas, que hicieron causa común con aquellos “con la inteligencia suficiente como para centrar su resentimiento en un agravio limitado”. También hubo “igualitarios intelectuales… con tanto temor de causar envidia que se identificaron con los perdedores y hablaban por ellos”. En un final sorpresivo, al narrador, cuando cree que las clases bajas han hecho suya su posición, lo asesinan en una huelga e insurrección armada de “Populistas” dirigida por mujeres el primero de Mayo de 2034.


La visión de Young de un mundo dividido en clases cognitivas resurge periódicamente. Mida su propio IQ, de Hans Eysenck fue un bestseller de los años setenta para aquellos curiosos por saber cómo les iría en la “economía del conocimiento”, un término acuñado por el economista austriaco Fritz Machlup en la misma década. La derecha tecnológica, o tecnoderecha, de Silicon Valley (no en vano la principal prueba de IQ se llama test Stanford-Binet) profesa la idea de que “rasgos como la inteligencia y la ética de trabajo… tienen una fuerte base genética”.


Una de las razones específicas de la coyuntura es quien dijo esa frase, el escritor estadunidense Richard Hanania. Aclamado por su editorial, HarperCollins, como “uno de los escritores de los que más se hablan en el país”, Hanania —que en X (antes Twitter) se ha referido a las personas negras como “animales”— también fue expuesto en julio de 2023 como el autor con pseudónimo detrás de los artículos más abiertamente racistas en el sitio AlternativeRight.com, fundado por el supremacista blanco Richard Spencer. Sus artículos, aparecidos entre 2008 y 2012, incluían llamados a esterilizar forzosamente a cualquiera con un IQ debajo de 90, y aseguraba que los hispanos “no tienen el IQ necesario para ser una parte productiva de una nación de primer mundo”.


Para Hanania, cuyos invitados a su pódcast y canal de YouTube incluyen a intelectuales de alto rango como Steven Pinker y Tyler Cowen (cuyo Mercatus Center en la Universidad George Mason [GMU] contribuyó con 50 mil dólares), un IQ alto en individuos y naciones lleva al éxito, al libertarismo y a la apreciación de los mercados. Se preocupa por la “fertilidad disgénica”, medida en el descenso de las tasas de IQ entre la población estadunidense y sugiere que “la verdadera fuente de las diferencias de clase son rasgos como el IQ y la curiosidad intelectual”.


¿De dónde viene esta obsesión con el IQ?


El fetichismo de la derecha estadunidense con el IQ tiene una historia que retrocede un siglo, de aquellos a favor de restringir la inmigración y los eugenesistas como Madison Grant y Henry Goddard. Sin embargo, su resurgimiento puede fecharse en la década de 1990 cuando, en el marco de las “guerras culturales”, las campañas contra la acción afirmativa (también llamada discriminación positiva) y la legislación de los derechos civiles se engancharon con las ascendentes estrellas de la neurociencia y la genómica. Cuando El triunfo de la meritocracia se reimprimió en 1994, el columnista de Fortune e investigador aficionado sobre inteligencia, Daniel Seligman, escribió que “lo que antes se habría tomado sólo como una especulación perversamente provocativa sobre el futuro, ahora se parece mucho a la realidad”. Escribió que la pirámide ocupacional de Estados Unidos se convirtió en una “jerarquía de la inteligencia” y citó el trabajo de la psicóloga Linda Gottfredson.


El debate sobre la “era” y la “economía de la información” despegó en los noventa. El entonces académico de Harvard, Robert Reich, describió en 1991 una economía dominada por una nueva clase de “analistas simbólicos… analizando y manipulando símbolos —palabras, números o imágenes visuales—”. Ver a la economía como un conjunto de nodos que transmiten paquetes de información, supervisados por ingenieros sumamente analíticos, fue la base de la ficción ciberpunk desde que William Gibson acuñó el término “ciberespacio” en su novela Neuromancer (1984). En 1988 el novelista estadunidense Bruce Sterling retrató al líder ficticio de Singapur anunciando a una multitud: “Ésta es una Era de la Información, y nuestra falta de territorio —puro suelo vegetal– ya no nos frena”.


El año siguiente, Tim Berners-Lee llevó esto más cerca de la realidad cuando combinó hipertexto con una red local desde su oficina en la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en francés) y creó en Ginebra la World Wide Web, o “la web”. “Pensamos en el trabajo ‘creativo’ como una serie de operaciones mentales abstractas hechas desde una oficina, de preferencia con la ayuda de una computadora”, escribió el historiador y crítico cultural Christopher Lasch en 1994, año de reedición del libro de Young. Este trabajo creativo se estaba volviendo el oficio de una nueva élite que “vive en un mundo de abstracciones e imágenes, un mundo de simulación que consiste en modelos computarizados de realidad”.


La nueva economía auguraba el reino de los inteligentes y el encarcelamiento de aquellos considerados imbéciles. También avanzaron las teorías del “déficit cognitivo”, que vinculaban un bajo IQ con un débil control de los impulsos y, por tanto, con la criminalidad. La administración de George H. W. Bush declaró los noventa como la “Década del cerebro”, y el lanzamiento del Proyecto del Genoma Humano aceleró lo que en 1995 la revista Nature llamó “el auge del determinismo neurogenético”. Seligman escribió: “No hay duda de que el público alfabetizado asimiló ya algunas grandes verdades: que los genes desempeñan un papel más grande en el comportamiento de lo que antes se planteaba; que los seres humanos son menos maleables de lo que se asumía; que la naturaleza humana está de vuelta”. Proclamó: “El hereditarismo está en marcha. La naturaleza se impone a la educación”.


El fetichismo con el IQ recibió su mayor impulso en 1994 con la publicación de La curva de la campana, del psicólogo de Harvard Richard J. Herrnstein y el pensador libertario Charles Murray: un tratado de ochocientas páginas que de modo sorpresivo se convirtió en un éxito, vendiendo más de 400 mil ejemplares. Los autores argumentaban que ser inteligente era muy heredable y que la diferencia entre grupos no variaba gran cosa a lo largo del tiempo. En su libro introdujeron una categoría que llegaría a tener una larga sobrevida: la élite cognitiva.


En sentido estricto, los autores no usaban “élite cognitiva” como un cumplido. En libros posteriores Murray incluso criticó de manera más abierta a la élite cognitiva por su distanciamiento, literal y metafórico, del resto de la población. Pero la carga moral siempre fue ambigua. Los autores mismos eran parte de esta élite. Tanto Herrnstein como Murray estudiaron en Harvard y vivieron en centros de riqueza y privilegio: Boston y D. C. ¿No era una aspiración pertenecer a la élite cognitiva?


En los primeros años de la década del 2000, continuó lo que un periodista llamó “la venganza de los nerds”, cuando un sector tecnológico de la Costa Oeste —lejos de los centros de poder tradicionales de Estados Unidos— emergió como motor de la economía digital. Seattle, ciudad conocida por su lluvia, caferías y bandas de grunge, se convirtió en el hogar de Amazon, y el somnoliento pueblo de Portland en hogar de Intel. Más al sur, el valle frutal alrededor de Palo Alto, California, que se había usado por los contratistas de defensa del Estado como plataforma de lanzamiento de muchas pequeñas compañías, se convirtió en el epicentro de lo que en los años ochenta se conoció como “start-ups”.


Lo que fue un término crítico se convirtió, en el proceso, en uno celebratorio. Esta inversión histórica del mundo, en la que los niños listos eran también los más ricos y poderosos, se celebró en blogs icónicos y en listas de correos como Slate Star Codex y LessWrong (en la que los usuarios autorreportaban altísimas e improbables puntuaciones de IQ), así como en Econlib y Marginal Revolution. Estas últimas dos tenían colaboraciones regulares de Bryan Caplan y Cowen, profesores de economía de GMU. (Otro economista de GMU, Garett Jones, escribió un libro sobre el IQ llamado Mente de colmena, en el que defendía diferencias de género en el razonamiento cognitivo). Los escritores y comentadores de estos sitios se deleitaban con los detalles crípticos, el lenguaje visual de las estadísticas y gráficas, y la impresión de rigor académico. Algunos, como Steve Sailer, excolumnista de National Review, eran abiertos proponentes del determinismo genético y de las diferencias de inteligencia entre grupos basadas en la raza, o lo que llamó “biodiversidad humana”, acortado en línea como HBD, por sus siglas en inglés.


Otro miembro prominente del movimiento “neorreaccionario”, o la naciente tecno-derecha, es Curtis Yarvin, que publicaba bajo el seudónimo de Mencius Moldbug. De adolescente, Yarvin fue miembro del Estudio de la Juventud Matemáticamente Precoz, establecido en la Universidad John Hopkins por el profesor de psicología Julian Stanley, que pretendía identificar a jóvenes de IQ alto. Todavía atado como adulto a la idea de la élite cognitiva, Yarvin condenaba a la democracia por obligar a convivir a personas de “IQ alto” e “IQ bajo” y propuso un “calificación psicométrica” para votar en Sudáfrica, privando del derecho al voto a cualquiera con un IQ menor a 120.


El fetichismo por el IQ también tiene raíces británicas. Uno de los psicólogos más notables en trabajar los temas de raza e inteligencia, Richard Lynn, que murió en julio de 2023, era un indeseado en su propia profesión, pero colaboró con el Instituto de Asuntos Económicos, un think tank promercado, desde los años sesenta. Más para acá fue ponente en una controvertida conferencia sobre eugenesia que tuvo lugar por tres años en la University College London (sin que la universidad supiese los temas que se discutían).


Cuando Dominic Cummings empezó a bloguear en 2014, creó otra plataforma para el derivado británico de un medio intelectual con sede en Silicon Valley, con publicaciones prolijas sobre “predicción genómica” y “puntajes poligénicos”. Como Hanania antes, Cummings reveló una admiración especial por el físico Stephen Hsu, cuyo principal esfuerzo entonces era recolectar saliva de miles de individuos con un alto IQ en China para el Grupo BGI (el Instituto de Genómica de Pekín), con la esperanza de encontrar “las variantes genéticas asociadas a la inteligencia”. Mientras tanto, en el Instituto para el Futuro de la Humanidad de Oxford,2 Nick Bostrom —quien durante un foro en los años noventa escribió por correo electrónico que “los negros son más estúpidos que los blancos” (luego ofrecería disculpas) y que más tarde iba a convertirse en un pensador central del altruismo efectivo— agradeció a Hsu en los reconocimientos de uno de sus ensayos académicos por usar selección de embriones para incrementar la inteligencia humana.


Para los seguidores de la ideología neorreaccionaria, el internet y sus comunidades afiliadas ofrecían una esfera pública alternativa donde una nueva élite podría surgir por virtud de sus cerebros, sus genes o, con frecuencia, ambos.


En el proceso que llevó a la elección de Donald Trump en 2016, el asunto de la inteligencia resurgió en el ecosistema de lo que ahora se conoce como alt-right o derecha alternativa. El trabajo de Charles Murray sobre el supuesto “conocimiento prohibido” de la investigación sobre inteligencia resurgió para otro round de controversias, aseveraciones y réplicas, mientras que la “red oscura de intelectuales” se ganaba entusiastas perfiles en The New York Times. Trump parecía obsesionado con el IQ, refiriéndose con frecuencia a su aparente alto puntaje. El tono se puede apreciar en un tuit de 2013 en el que dice: “Lo lamento perdedores y detractores, pero mi IQ es uno de los más altos —¡y todos ustedes lo saben!—. Por favor, no se sientan estúpidos o inseguros, no es su culpa”.


Esta vez el discurso tenía menos que ver con criticar la distancia de la élite creativa o de aclamar nuevos líderes de la innovación económica. Había tomado un giro más grave para quitarse de encima el excedente de miembros de la sociedad o excluirlos de tener el mismo estatus.


En Alemania un influyente libro de 2010 (Alemania se destruye a sí misma), escrito por el político y polemista Thilo Sarrazin, defendía la restricción a inmigrantes de comunidades específicas basándose en su supuesto IQ bajo. Murray iba por algo parecido. Al argumentar contra la inmigración continua, el youtuber de derecha Stefan Molyneux dijo: “No puedes gobernar una sociedad de IQ alto con gente de IQ bajo”. Desde la Universidad de Georgetown, el filósofo Jason Brennan ha abogado por poner a prueba el conocimiento político de los ciudadanos antes de permitirles votar, en lo que llama una “epistocracia”.


La vuelta al fetichismo con el IQ no ocurrió de manera espontánea. Tuvo un considerable apoyo financiero de un puñado de hombres muy ricos. Uno de ellos es Harlan Crow, heredero de una fortuna de bienes raíces cuyo holding tiene 29 000 millones de dólares bajo su administración. Los últimos dos libros sobre raza de Charles Murray están dedicados a él. Murray es un invitado regular en la casa de Crow, al igual que el juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, Clarence Thomas.


Crow financia el Centro de Política de Salem de la Universidad de Texas en Austin, del que Hanania fue miembro. No debe confundirse con la no acreditada Universidad de Austin (UATX), una start-up fundada por el compañero de Peter Thiel, Joe Lonsdale, en la que Hanania fue expositor del programa de verano de sus “Cursos Prohibidos”. Aunque Hanania no es un producto de Silicon Valley, sabe que la mayoría de sus lectores provienen del mundo de la tecnoderecha. Concede que a su escritura la persigue “el fantasma de Yarvin”.


¿Qué tanto han cambiado las cosas desde la publicación del libro de Michael Young en 1958? Mientras que en la distopía de Young se retrataba a una meritocracia muy funcional, hoy la queja de los fetichistas del IQ en la tecnoderecha es que no funciona tan bien. Incluso después del fallo de junio de 2023 de la Corte Suprema contra la acción afirmativa —una victoria largamente acariciada por conservadores como Murray— temen que los responsables de admisión de las universidades de élite y los comités de contratación de las mejores empresas sigan reuniendo cohortes basados en criterios distintos a las verdaderas capacidades. Como dijo Dominic Cummings en su inimitable estilo en una publicación de 2020: “Las personas en SW1 hablan mucho de ‘diversidad’, pero rara vez se refieren a ‘verdadera diversidad cognitiva’”. De manera habitual balbucean sobre “diversidad en identidad de género, bla, bla”. Lo que SW1 necesita no es más palabrería sobre “identidad” y “diversidad” de graduados de humanidades de Oxbridge, sino más diversidad cognitiva genuina”.3


La oposición a los esfuerzos de la así llamada diversidad, equidad e inclusión (DEI) tiene una virulencia especial. Al recomendar el libro de Hanania, El origen de lo woke, Peter Thiel emplea una retórica violenta: “La DEI nunca morirá usando sólo palabras; Hanania nos muestra que necesitamos los palos y piedras violentos del gobierno para exorcizar el demonio de la diversidad”.


Declararse miembro de la aristocracia cognitiva debe dar cierto regocijo narcisista. Incluso podría ser inofensivo si se quedara en la sección de comentarios. Pero el fetichismo con el IQ tiene efectos perniciosos. En Estados Unidos, el Reino Unido y Europa, traza líneas raciales; coloca a las caucásicos, asiáticos del este y judíos askenazi de un lado, mientras que otros asiáticos, hispánicos y afrodescendientes se quedan del otro.


A los fetichistas del IQ les gusta pensar que viven en el futuro cercano en el que ellos, los trabajadores puramente creativos de la información imaginados en los noventa, ascendieron sólo por su alta inteligencia y habilidad innata. No estaban tan sólo en el lugar y momento correctos, flotando en un mar de liquidez en una época de tasa de interés cero. Eran, como el personal de la tienda Apple, genios.


Con el sueño de la criptomoneda —y sus muchas fantasías asociadas, desde los token no fungibles (NFT, por sus siglas en inglés) hasta las Organizaciones Autónomas Descentralizadas (DAO, por sus siglas en inglés)— desinflándose, y la figura del nerd vengador, Sam Bankman-Fried, quien fundó la plataforma de intercambio de cripto FTX, tras las rejas, una crédula tecnoderecha busca consuelo en su credo: “[Bankman-Fried] siempre me pareció de IQ bajo”, escribió el CEO de una compañía tecnológica en una justificación después de los hechos.


Quizá el camino más oscuro al que el pensamiento de la tecnoderecha puede enfilarse lo previó Yarvin en 2008. Al especular sobre San Francisco vuelto una entidad privada llamada “Friscorp”, se preguntó qué pasaría con los residentes improductivos de la sociedad. Después de considerar y descartar la idea de convertir a los “homínidos” sobrantes en biodiesel para los autobuses de la ciudad, sugirió que “la mejor alternativa humana al genocidio” era “no liquidar los barrios… sino virtualizarlos”.


Yarvin imaginó la reclusión de la clase baja en la economía del conocimiento en “un confinamiento solitario permanente, encerado como larva de abeja en una celda sellada, excepto por emergencias”. Para encarar los temores de que esto llevaría a una insurrección como la que imaginó Michael Young medio siglo antes, Yarvin recurrió a la fuente de todo significado para la tecnoderecha: la tecnología. La celda del cautivo iba a estar habilitada. Con “una interfaz inmersiva de realidad virtual” el cautivo tendría la experiencia de “una vida rica y plena en un mundo completamente imaginario”. En el futuro de Yarvin —y quizá en el nuestro— el 1 de mayo ocurre como si nada. El metaverso salva a la meritocracia. La élite cognitiva gobierna imperturbable.


 


Quinn Slobodian
Historiador, profesor en la Universidad de Boston. Su último libro es El capitalismo de la fragmentación (Paidós, 2023).


Publicado originalmente en The New Statesman, reproducido con permiso del editor.


Traducción de Julio González




1 IQ o intelligence quotient (cociente intelectual) es un puntaje total derivado de una serie de pruebas estandarizadas. Se supone que calcula la inteligencia general de una persona, aunque múltiples científicos han advertido los problemas de medición e incluso lo han acusado de ser pseudociencia. (N. del T.).


2 El Instituto para el Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford cerró sus puertas en abril de 2024. (N. del T.).


3 SW1 se refiere al código postal del distrito suroeste de Londres, en el que se ubican la Casa de los Comunes, la Casa de los Lores, el Palacio de Buckingham y otras oficinas gubernamentales como el despacho del primer ministro. Oxbridge es el término usual para referirse a las dos universidades de élite en Reino Unido: Oxford y Cambridge. (N. del T.).