México experimenta estos días una paradoja inquietante. Vivimos una crisis constitucional en la medida en que el Poder Ejecutivo, mediante diversas artimañas políticas y jurídicas, ha desconocido de hecho y anulado de derecho la autonomía del Poder Judicial. El jueves 13 de febrero será recordado como el día en que la Suprema Corte de Justicia aceptó su derrota final en su mal librada batalla por evitar las elecciones de todos los jueces federales, eje central de la llamada reforma judicial. Al mismo tiempo, la vida política transcurre en aparente normalidad: se preparan elecciones locales en tres estados del país y la confrontación con el gobierno norteamericano en materia comercial y de seguridad acapara toda la atención de la opinión pública. Así, mientras la última instancia de un precario equilibrio de poderes se desvanece, se restablece casi en plenitud la hegemonía de un partido único y se reconstruye el presidencialismo casi absoluto que caracterizó al régimen priista.
El hecho de que se hayan levantado los últimos obstáculos potenciales a la plena implementación de la reforma judicial demuestra hasta qué punto las elecciones de junio de 2024 marcaron un verdadero cambio de régimen. Pasamos de un régimen populista que en términos formales era todavía una democracia electoral competitiva a un régimen presidencialista que bien puede caracterizarse ya como un autoritarismo electoral. Esta fue la deriva natural de la implantación exitosa del populismo nacionalista que impulsó como proyecto político el expresidente López Obrador. En efecto, lo que sucede en estos días, es decir, la sumisión completa del Poder Legislativo a la voluntad presidencial (en la dualidad Sheinbaum-López Obrador) y el sometimiento final de la escasa autonomía que llegó a adquirir en años recientes el Poder Judicial federal, es el desenlace autocratizante del populismo iliberal que vivimos los seis años pasados. Este resultado no ha sido la consecuencia de una victoria electoral abrumadora del partido oficial Morena en 2018, sino de la combinación de una victoria mayoritaria en una elección todavía competitiva con una serie de maniobras políticas basadas en la compra de votos en el Congreso y un ataque frontal al Poder Judicial federal, durante el cual éste no supo defenderse políticamente y careció de apoyos tanto en una oposición desorientada e incompetente como en una sociedad civil fragmentada y paralizada.
En este proceso las formas no se cuidaron. Morena recurrió a las más inmorales y descaradas artimañas para hacerse de una mayoría calificada que no ganó en las urnas, violando con ello su propia misión autoasignada de reconstruir la moralidad pública y acabar con la corrupción. Morena se convirtió en partido hegemónico recurriendo al guión priista clásico, continuando con el pragmatismo inmoral que ya había puesto en práctica López Obrador desde el principio de su gobierno. Esta contradicción flagrante entre el carácter transformador del discurso político de la 4T y la práctica conservadora y autoritaria con la que se ha hecho de todo el poder tendrá costos políticos a corto y mediano plazo. El sentido misional que López Obrador supo imprimirle a su gestión presidencial hoy se demuestra como una estrategia que en realidad constituyó una especie de escenificación pública para desplazar a unas élites políticas y económicas corruptas por otras. La nueva élite política en particular no tiene mucho de nuevo, pues se nutre fundamentalmente de segmentos de la vieja y de operadores políticos de dudosa trayectoria, y para peor, ha incorporado a estas prácticas corruptas a los escasos cuadros provenientes de una vieja izquierda social y política que lograron acceder a los niveles bajos y medios de las instituciones públicas. En ese sentido, lo que vemos es una repetición de una historia de cooptación, que era una práctica cotidiana del PRI histórico y luego se trasladó a los otros partidos políticos durante la alternancia.
El problema es que al normalizarse la corrupción, la intolerancia y el recurso al chantaje y la intimidación, Morena ha perdido lo que había ganado en 2018. En efecto, como bien dijo López Obrador, el PRI y el PAN fueron moralmente derrotados en la elección de ese año. La ciudadanía rechazó la monumental y descarada corrupción del PRI, el PAN y el PRD en el ejercicio de gobierno. Lo que ahora vemos es una desatada corrupción en Morena, convertido en vehículo único de una clase política que reconoce que ya no hay otra vía de acceso al poder más que jugar el juego del partido oficial. Con ello se genera un vacío moral que la presidenta Sheinbaum no puede tapar con su personalidad relativamente controlada y fríamente tecnocrática. En los hechos, los ciudadanos percibimos y observamos que la política sigue siendo la misma de siempre.
Si bien a corto plazo no hay una crisis política porque Morena tiene garantizada la hegemonía por lo menos hasta 2027 y muy probablemente hasta 2030, es de esperarse que las energías políticas desatadas en la lucha de resistencia contra la reforma judicial, y en contra del pragmatismo autoritario de los gobiernos anterior y actual en todos los campos de la política pública, confluyan en algún momento en un movimiento político de resistencia. Un proceso similar tendrá lugar en menos tiempo en Estados Unidos, donde la brutalidad política del presidente Trump y su mafia ultraderechista está generando ya una oposición radical, que se desarrolla en sectores específicos de la sociedad civil y en algunas instancias de un Poder Judicial que tiene todavía una cierta autonomía, y que posiblemente tenga una expresión electoral en las elecciones intermedias de 2026. Es esperable una activación de una sociedad civil probablemente más madura y esperanzadoramente menos radical en la agenda woke, cuyo enclaustramiento social en las élites culturales le hizo mucho daño.
En México, la resistencia dentro del Poder Judicial federal a la reforma judicial sacó por primera vez a la calle a miles de trabajadores que pensaban que su vida estaba asegurada. Han emergido algunos jueces notables que seguramente se convertirán en líderes de opinión en el futuro cercano y se han activado asociaciones y barras de abogados acostumbradas al cómodo escenario de la negociación tras puertas cerradas. Por primera vez en la historia mexicana hay un sector de la profesión jurídica que defiende conscientemente la necesidad del imperio de la ley, que reconoce el valor de la moralidad democrática implícita en leyes relativamente buenas que el país ha generado en el pasado, y que trata de conectarse con otros sectores de la sociedad a los cuales había ignorado por completo. Sin proponérselo, Morena ha logrado que al menos una parte de la profesión jurídica rechace el legado de corrupción y autoritarismo heredado tanto del viejo régimen como del nuevo. Este es un cambio cultural importante que tendrá consecuencias a mediano plazo.
La presidenta Sheinbaum no entendió las consecuencias negativas de imponer una reforma judicial absurda en su radicalidad. Las elecciones judiciales politizarán por décadas a los poderes judiciales federal y locales. Ciertamente, se trata de una forma distinta de politización a la anterior, que era subordinada al poder político. Se abren ahora las puertas a formas de corrupción más directas y menos mediadas y a un sometimiento político aún más descarado que en el pasado.
En este contexto, resulta poco creíble que la presidenta Sheinbaum convoque a la unidad nacional ante las amenazas neoimperialistas del gobierno de Donald Trump. La propia mandataria ha calificado como intolerables y no dignos a todos aquellos que se opongan al programa de López Obrador y a sus propios designios. El lamentable espectáculo de la celebración del aniversario de la constitución el pasado 5 de febrero demuestra que la única unidad posible en este momento es la de la coalición morenista, que sabe que tiene el poder y que está ya disputándoselo internamente, pedazo a pedazo, entre sus diversas fracciones. A más concentración del poder, mayor disputa dentro de la clase gobernante, sobre todo en ausencia de un árbitro último al cual todos temían, que era López Obrador. Hoy día parecen estar abiertas las puertas de la lucha por todos los medios de las muchas parcelas de poder que ha acumulado el régimen hegemónico.
En suma, no debe confundirse la hegemonía política temporal de Morena con una ausencia de crisis moral. Morena ha acumulado poder cayendo de lleno en los pecados capitales del viejo régimen autoritario. La crisis constitucional de facto creada al anular políticamente la autonomía del Poder Judicial tendrá un costo más temprano que tarde. A corto plazo, lo que veremos es una elección judicial cuya complejidad y precipitación anticipan gigantescos problemas de implementación y, por tanto, de legitimación. A mediano plazo veremos que la ausencia de un Poder Judicial creíble hará inviable el proyecto de la presidenta Sheinbaum de atraer inversión extranjera a México, el único factor potencial de dinamización económica ante la patente crisis fiscal estructural que heredó de su antecesor.
Sin embargo, la profunda crisis de liderazgo en los partidos de oposición y en los diversos sectores de la sociedad civil le da un amplio margen a la presidenta para corregir rumbo o establecer su propio poder como algo distinto del de su antecesor. Pero los retos son formidables. Hoy más que nunca ha quedado claro que López Obrador destruyó al viejo estado sin construir otro; que desmanteló buena parte de las redes de poder de los priistas y de los panistas, sustituyéndolas por otras en las que los poderes fácticos criminales y económicos regionales ganaron presencia territorial y control sobre la clase política emergente. Los enemigos del gobierno de Sheinbaum no son los fantasmas del pasado ni una clase política opositora inexistente, ni siquiera un presidente imperialista del otro lado de la frontera, sino las coaliciones de intereses criminales y políticos que fueron la base del empoderamiento de su partido político. ¿Cómo destruir esas redes políticas que le han permitido a Morena ser el partido hegemónico sin perder la hegemonía? Vaya reto.
Alberto J. Olvera
Investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana.
Investigador Emérito del SNI, y miembro de la Academia Mexicana de la Ciencia.